Atlantismo de nuevo cuño

La invasión de Ucrania y el debate abierto sobre el papel de la OTAN, justo cuando pasaba por sus peores horas, nos retrotrae a un momento especialmente crucial para nuestra historia reciente que merece poner en perspectiva. En pleno debate sobre la entrada de España en la OTAN, septiembre de 1981, la embajada soviética en Madrid dio a conocer un memorándum en el que advertía de las posibles repercusiones negativas que se derivarían de una hipotética adhesión, a la vez que acentuaría la tensión y el enfrentamiento entre los bloques, lo que reflejaría el peor momento del diálogo entre Madrid y Moscú desde el restablecimiento unas relaciones diplomáticas que apenas databan de febrero de 1977.

Como recordarán, España no participó en las dos guerras mundiales del siglo XX. Eso nos dio cierto halo de neutralidad, aunque no fueron precisamente vientos pacifistas los que explican nuestra posición no beligerante en ambas conflagraciones. La Guerra Fría y el aislamiento español internacional de la dictadura franquista propiciaron los acuerdos con los EE.UU de 1953 que permitieron el establecimiento de cuatro bases militares en territorio español. Nuestro país se vinculó así a la defensa militar europea en las filas del atlantismo. No obstante, a pesar de las reticencias de Adolfo Suarez, su relevo en 1981 por Leopoldo Calvo Sotelo supuso la puesta en marcha de un rápido proceso de adhesión a la OTAN que nos haría ser el decimosexto país miembro de la organización militar. Se cumplía lo que el todavía candidato prometió, el 18 de febrero de 1981 en su discurso de investidura, cuando anunciaba su intención de iniciar consultas con los grupos parlamentarios para articular una mayoría que permitiera el proceso. El ingreso en la Alianza se produjo en momentos de recrudecimiento de la guerra fría y de las tensiones entre los dos bloques. Aquel endurecimiento este-oeste se hizo especialmente violento con la llegada a la Casa Blanca del republicano Ronald Reagan.

La izquierda española estaba en contra. Especialmente contundente era en la oposición el PSOE de González, que hizo campaña electoral en 1982 con el famoso ¡de entrada, NO! Sin embargo, la llegada al gobierno de los socialistas dio lugar a un giro total en su política exterior que vincularon en todo momento con el gran objetivo exterior que sí generaba consenso: la adhesión a las CEE.

Ya conocen la resolución del embrollo después de una estresante campaña electoral que terminó con el referéndum de marzo de 1986. Gonzalez prometió “una activa contribución a la causa de la paz y un apoyo decidido a la distensión”, mientras que Fraga, por el Grupo Popular, alardeaba del resultado porque habían preconizado la abstención. No en vano, alcanzó a más del 40% del censo, venciendo el NO en Euskadi, Cataluña, Navarra y Canarias. Desde la plataforma contra la OTAN, con un tono de derrota y frustración, se habló de “victoria política y moral de los partidarios de la paz”, pese a la manipulación de los medios públicos de información, al empleo de fondos públicos para la campaña gubernamental y a las intimidaciones, para terminar invocando: “vamos a seguir adelante, contra las bases y los gastos militares”.

Estos días, algunos analistas se preguntan porqué no se han producido movilizaciones en nuestro país en contra de la guerra y han recordado que el movimiento pacifista ha decaído en los últimos años vinculado al fin del Servicio militar obligatorio en 2001. El rechazo ciudadano y cívico a la invasión de Ucrania se asienta sobre unos valores posmaterialistas que hoy están en claro retroceso. Frente a una sociedad europea que todavía apuesta por la esperanza ante la última crisis, los españoles manifiestan una mayor sensación de impotencia. Además, el “No a la guerra de Putin” podría vincularse con el “Sí a la OTAN”, posición muy incómoda para muchos. Y, por último, los sentimientos antiatlantistas de antaño ya no son tan potentes.