Guerra

Córdoba

La guerra, las diferentes guerras, no nos abandonaron nunca. Como tampoco nos acostumbraremos nunca. La guerra, el hecho que consiste únicamente en destruir y matar. ¿Cómo aceptar una guerra? Cuando estos días, a lo largo ya de más de tres meses, vemos una vez y otra los cascotes, el destrozo, lo que queda de los edificios que fueron belleza y signos de identidad, el campo, las carreteras y los caminos plagados de socavones, bombas… ¿Cómo se recupera lo que con tanto mimo se construyó en el tiempo? ¿Porqué ha de vivir la gente una vida sin sol, sin aire, sin futuro, siempre en la oscuridad del refugio, del sótano, como si fueran otra vez los hombres de las cavernas?

¿De dónde han salido los hombres, ese hombre convertido en dios, que dispone de la vida y la muerte, que dirige a su ejército con el único fin de exterminar, de dejar las ciudades y los parques y las fábricas y las calles y los teatros y el bosque y los sembrados, convertidos en un basurero repleto de misiles y barrancos? ¿Qué gana ese hombre-dios-demonio dejando al país convertido en un asilo de huérfanos y viudas, de penuria y lágrimas y hambre?

La guerra, Dios, la guerra, tan actual y tan antigua, tan moderna y tan flagrante, tan desoladora y tan incomprensible.

Cada vez que veo las imágenes de la destrucción, que oigo a los ancianos, a las niñas, a las madres sin horizonte camino de otra casa, de otro país, no puedo. No puedo creerlo. Más verosímil sería una película. Pero la guerra, cualquier guerra, esta guerra, ¿quién puede poner algo tan absolutamente anacrónico en mitad de este mundo sin que todos clamemos, sin que todos nos levantemos en llamas?