La Gata y la moraleja

Unos meses antes de su repentina muerte, Gata Cattana presentaba su poemario en el Jazz Café. Aquel día dejé plantada a una amiga por tener el día negro, y todo por no haberme aplicado su consejo de llevar la moral muy por encima de sus cuentos. Total, que en vez de acompañarla decidí quedarme en casa sufriendo de amor romántico o vete tú a saber de qué, y así fue como perdí la última oportunidad de disfrutar en directo de la Gata, que un par de meses después se despedía de este mundo cuando tenía todavía todo por hacer. De aquello le quedó a mi amiga un recuerdo del que presumir, y a mí una moraleja para acompañarme en el camino: que nunca hay que dejar tirada a una amiga por quedarse en casa llorando por un tío.

Un año y pico más tarde estalló el feminismo en las calles y ella ya no pudo verlo. Pero aunque no pudo verlo, en 2018, en aquel 8 de marzo histórico de huelgas y manifestaciones masivas, las "hijas de Eva" a las que había invocado se fueron a la mani con sus versos y sus barras escritos en cartulinas y pancartas, y desde entonces su huella no ha faltado en ninguna movilización feminista, ni en las paredes y murales, ni en las puertas de los baños de los bares ni en la memoria de las que la han sucedido.

Mañana es otra vez 8 de marzo y me encantaría saber qué le parecería a ella, que no quería hacer del rap un panfleto, que sus versos se hayan vuelto consignas. Qué escribiría sobre la división y la unidad, la ultraderecha y la violencia política y las nuevas leyes feministas, qué palabras usaría para esquivar las balas en medio del fuego cruzado. Cómo afrontaría eso de verse en carteles dibujados a mano por chavalas jóvenes que la escuchan y la reivindican y que han aprendido gracias a ella quiénes son Lisístrata y Silvia Federici, que su libertad no cabe ni en jaulas de plata blanca. Chavalas muy jóvenes que están haciéndose mayores, afortunadamente, entre los ecos de un movimiento feminista que las eleva y que les enseña muchas cosas. Cosas como que su cuerpo es suyo, o que no tienen por qué convertirse en lo que la sociedad les pide que sean, o que existen las brechas de género, los suelos pegajosos, el síndrome de la impostora, la violencia obstétrica, la luz de gas.

También otras cosas aparentemente más banales, pero igualmente importantes, como que nunca, pero nunca, hay que dejar tirada a una amiga por quedarse en casa llorando por un tío.