Esclavas invisibles

Córdoba

Cambiamos el nombre. Me decía que se llamaba Isabel. "¡Isabel la catalana!", me gritaba con una risa de naufragio cuando la conocí a través de un voluntariado para dar apoyo a mujeres prostituidas.

Antes había estado en Barcelona. Pero realmente procedía de Rumanía, como muchas de las chicas con las que coincidía en el polígono industrial, al que acudían los mal llamados clientes. Me contaba una vida terrible como quien te explica lo que ha comprado en el supermercado por la mañana. El callo era ya demasiado duro. La invisibilidad también había cambiado su imagen de sí misma. Ya se acercaba a la cuarentena. Y veía cómo llegaban, a las casi desiertas calles plagadas de naves, jóvenes aún asustadas. Como si hubiesen llegado a Marte, pero con un puñal en la espalda. Hasta Isabel se sentía algo libre al mirarlas. A la vez que pensaba qué iba a ser de su mañana.

A ellos, a quienes las forzaban a la violencia y a la explotación sexual, nunca los veía. Eran "amigos" que las acompañaban en coche, luego las recogían cerca de la zona y les pedían cuentas de lo recaudado. Una agresión tras otra. Una joven, llamémosle Marta, me contaba que tenía una infección y que necesitaba ir al médico, pero le daba miedo que no quisiesen atenderla. Afortunadamente, hay organizaciones que las ayudan en lo más básico.

Eso en la calle. Luego tenemos los pisos y los clubes. Dentro de una estructura de hipocresía legal en la que tenemos que leer sobre sonoras operaciones contra la trata cuando estos lugares abren sus puertas todos los días. Hoy mismo hemos conocido alguna operación cercana.

Muchas han sido abusadas o maltratadas desde pequeñas. Otras son muy pobres. Muchas vienen de países sin recursos y sin derechos. Todas son vulnerables y engañadas. Esclavas del siglo XXI que tienen que estar disponibles para los prostituidores. Cuando se abre la veda de la compra, se acaban los derechos humanos.