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'Rancio' responde por carta a Gabriel García Márquez la pregunta que se le quedó en el aire: "¿Sevilla es una ciudad real o inventada?”

En el 'Elogio de la Primavera' de Radio Sevilla, Julio Muñoz desvela la curiosa historia que le vincula con el Premio Nobel y con la ciudad

'Elogio de la Primavera' de Julio Muñoz 'Rancio'

'Elogio de la Primavera' de Julio Muñoz 'Rancio'

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Sevilla

Julio Muñoz 'Rancio' ha sido el encargado este año de pronunciar el 'Elogio de la Primavera' que cada año organiza Radio Sevilla dentro de la Gala de entrega de la Rosa de Pasión, en los días previos a la Semana Santa. Un texto lleno de anécdotas, de vivencias de cómo los jóvenes empiezan a descubrir la ciudad saliendo por primera vez con los amigos, las sensaciones únicas que trae la llegada de la primavera y una historia que le relaciona con el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez a través de su novela 'El asesino de la regañá', más que sorprendente.

Aquí está el texto completo:

A mí no se me da bien rimar.

No me salen bien los ripios, ni declamar con cadencia.

No me malinterpreten. Me encantaría.

Pero no se me da bien.

Cada uno debe saber qué hace bien y qué no. Esto parece una tontería, pero evita muchas frustraciones y ahorra tiempo porque cuando uno hace cosas que se le dan bien, da tiempo a hacer muchas más.

En lo que yo creo que soy bueno es en contar historias. Y también en vivirlas. Porque es verdad que me pasan muchas, en un terremoto se me cayó un campanario en directo, a partir de ahí… imagínense. Quizá por eso, he aprendido a contar las cosas más o menos bien, porque me ocurren tantas, que practico mucho.

Así que después de darle muchas vueltas a este elogio, creo que lo que mejor me iba a quedar es contarles hoy, dos historias, una que me explicó qué era la primavera y otra, la más extraordinaria de las que me han pasado. Real, lo juro, pero tan increíble que durante muchos años no la quise compartir con nadie por no quedar de mentiroso.

Ambas, tienen que ver con la primavera, claro, y sobre todo con la primavera que tenemos en Sevilla, que es distinta.

Miren, yo no voy a discutir que la Navidad de Nueva York es mejor que la de Sevilla, he patinado sobre hielo en el Rockefeller Centre mientras la ciudad suena a Frank Sinatra y, siendo honestos, no lo puedo comparar con el mapping de Navidad nuestro. Más con los líos de las entradas.

Aunque vamos… que eso es entre nosotros, a un neoyorkino le discuto por supuesto.

El otoño nuestro me encanta, de verdad, pero si soy justo, no puedo comparar el otoño en París con el de Sevilla. Creo que no hay un lugar en el mundo en el que la lluvia maride mejor con una ciudad que en París. Y aún más la lluvia de otoño, porque París tiene mucho de amor, y el amor lleva siempre una semilla de otoño dentro, porque siempre puede secarse.

¿Y qué decir del verano? Si nosotros mismos nos vamos de aquí, refugiados climáticos somos. Pues no podría defender que el verano de Sevilla es mejor que el de las Maldivas, igual que no puedo decir que un safari fotográfico en el Castillo de las Guardas es mejor que en el Parque Serengueti, o que Pio XII es mejor que la playa roja de VIK, en Islandia, para ver auroras boreales.

Como ven, soy objetivo, no soy un sevillano chovinista…

Pero es que claro…

En la primavera sí.

La primavera en Sevilla es otra cosa.

Por ahí en la primavera aparecen las fresas y las cerezas, en Sevilla los caracoles y las cabrillas.

Por ahí no se si hace frío para hielo, pero aquí cae nieve de los naranjos.

Por ahí, la primavera huele a flores y aquí a flores, a incienso y luego a Zotal de recogida.

Y creo que Nueva York se puede quedar con su Navidad, París con su otoño, y Las Maldivas con su maravilloso verano de 1.200 dólares la noche. Pero con la misma credibilidad con la que acepto todo eso, defiendo que la mejor primavera que existe en todo el planeta, queridas y queridos, es la nuestra.

Y además os digo una cosa, creo que salimos ganando. Porque ¿quién quiere un verano, un otoño o un invierno pudiendo elegir una primavera? Esto es como lo que me dijo un hombre cuando saqué mi novela El Evangelio Triana, “Rancio tiene sentido lo que dices, si Jesús podía elegir donde nacer, ¿cómo no iba a elegir Sevilla?” Pues igual, si las ciudades pudieran elegir, todas se pelearían por la primavera, porque la primavera es el despertar de la vida, es la potencialidad pura, el momento más importante de todos porque es en el que se puede ser cualquier cosa… así que supongo que elegimos antes que París, Nueva York o Las Maldivas.

Y precisamente, llegamos a la primera historia, esa que me explicó a mí qué era la primavera.

Verán. La primera vez que yo salí con mis amigos de Bami sin padres fue en primavera, claro, un Domingo de Ramos. Tengo un recuerdo claro de aquello. Existía la posibilidad de que viniera una niña que me gustaba y no sé por qué, decidí lavarme mucho los dientes y probar por primera vez el Oraldine Morado. Bueno, sí sé por qué. Como era la primera vez, me lo metí en la boca y, tras un rato, entendí que con lo que picaba, eso no podía estar hecho para aguantarlo ahí, así que me lo tragué entero.

Cómo serían las ganas de salir que yo tenía que tiré para adelante con el inicio de úlcera ya en el estómago, y eso que cada vez que me daba hipo me faltaba echar pompas.

Allá por los 80, mis padres fueron de los primeros en divorciarse en la ciudad. Cero dramas, hicieron lo mejor, para ellos y para mí, pero claro, los dos tuvieron que empezar de cero. Yo vivía con mi madre y la cosa no estaba muy boyante. Aquel día de la úlcera por Oraldine, primavera pura, en un esfuerzo que recuerdo, mi madre, que está aquí, mamá te quiero, me dio su bonobús y 400 pesetas en dos monedas de esas pequeñitas y plateadas que había de 200. Con ese dinero, decidí comprarme unos buñuelos con chocolate en el Dulio de la calle Sierpes. Los vendían en un cono de papel con un tenedorcito de plástico blanco que no olvidaré en mi vida. Nada más salir, me cogieron diez chavales mayores, con gorritas, me rodearon a mí y a mis amigos y empezaron “Ave, ave, a ve a qué sabe esto?” Mientras uno me daba una colleja, otro me quitaba el tenedor, mientras otro cogía el primer buñuelo con los dedos, otro pinchaba otro y cuando me di cuenta, solo me habían dejado el buñuelo del final del cono, que encima, sin el tenedor, era imposible de sacar.

Esa primera vez que salí fue en primavera, y es verdad que no salió muy bien, la chavala no vino, robo, úlcera... Pero aprendí tres cosas, la primera que el Oraldine había que escupirlo, la segunda que la próxima vez los buñuelos me los iba a tomar dentro del Dulio y la tercera, quizá la más importante, que una nueva vida de aventuras se había abierto ante mí, saliendo con amigos, pasando miedo, oliendo a azahar, dejando que alguien me guiara con un Cruz de Guía subrayado y cruzando asustado a toda prisa cuando el diputado de tramo no miraba.

El significado de la primavera para mí es justo ese, el despertar a la vida, el abrir los brazos como si fueran pétalos y comenzar a oler y a desprender olores riéndote con amigos en el autobús nocturno de las doce de la noche contando la historia de los buñuelos entre risas, tan distorsionada que casi éramos los héroes nosotros y habíamos compartido los buñuelos por pena.

Por eso, insisto, creo que en el reparto de estaciones, en ese en el que a París le tocó el Otoño y a Nueva York la Navidad, y a las cristalinas playas de las Maldivas el verano, nosotros triunfamos con la primavera, porque creo que esa es la estación que define el tipo de persona que vamos a ser.

Esa era la primera historia, y ahora toca la gran historia, y habla de la primavera, y de un premio Nobel. La he contado alguna vez, pero medio en petite comité. Igual alguien que me conozca bien la conoce, pero creo que merece la pena contarla hoy.

Como digo, es una historia real, aquí está mi mujer, Cristina, que la vivió conmigo, y que durante mucho tiempo no me atreví a contar, porque me parecía tan extraordinaria que pensé que nadie la creería. Me daba pudor, pero creo que finalmente hoy encuentra su sitio perfecto.

Como buen periodista, déjenme darles el titular.

¿Preparados?

Este es el último libro que leyó García Márquez. No esta novela, este ejemplar justo.

Déjenme explicarme y luego deciden.

Yo escribí un libro, 'El Asesino de la Regañá', que por si alguien no lo conoce, cuenta los crímenes de un asesino en serie en una primavera de Sevilla.

Ese libro lo escribí en el paro y desde entonces me ha traído grandes alegrías: miles de libros vendidos, el cariño de mucha gente, poder hacer radio en la Cadena Ser y probablemente estar hoy aquí delante de ustedes. Pero quizá, la historia más extraordinaria que provocó esta novela, fue cómo llegó a las manos del premio Nobel colombiano, Gabriel García Márquez.

No cebo más y voy al turrón.

Mi único vínculo con García Márquez es que los dos somos periodistas y que cuando leí 100 años de soledad, poco después de lo del Oraldine sería, me impresionó tanto que se me tatuó en la memoria su comienzo: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro…”

Yo viví 10 años en Madrid, y uno de esos 3650 días, mi mujer, unos amigos y yo estábamos comiendo en nuestro bar favorito, el Lambuzo, una taberna gaditana de amigos que era una especie de embajada para los andaluces que vivíamos allí. Luis, el dueño, vino en un momento y me dijo que en una de las mesas había una pareja de clientes, que iban mucho a comer allí y que le habían dicho que querían conocerme. Luis me preguntó si me importaba saludarlos.

Por supuesto, dejé la croqueta y me acerqué a su mesa. Eran un matrimonio de unos cincuenta y tantos o 60 años. Bastante elegantes vistiendo, se les veía con posibles, como decía mi tía. La mujer me dijo que se estaba leyendo el El Asesino de la Regañá y que se estaba divirtiendo mucho, nos reímos con algunos de los capítulos y yo volví a mi mesa con mis amigos y Cristi, mi mujer. Ellos se fueron antes, se acercaron y se despidieron con una educación exquisita.

Pasaron un par de semanas o así de aquel encuentro y Luis me llamó por teléfono. “Oye, ¿te acuerdas de la pareja que saludaste en el bar?” Sí, claro. Pues, tío, ella ha venido hoy al bar otra vez y me ha dicho que le ha dado el libro tuyo de la Regañá a García Márquez”.

Claro, yo me quedé sorprendido y dije “Vale”, pues otros locos, que en Madrid no faltan.

Pero Luis me dijo. “Tío, yo no sé, pero son un matrimonio con muchas empresas, tienen dinero, sé que van mucho a Latinoamérica porque tienen una empresa de zapatos potente allí. Y si es verdad”.

A mí no me lo parecía, así que no le di más importancia, pero le dije a Luis, “Bueno, pues que te diga si le ha gustado”. Y se lo conté a mi mujer entre risas.

A la semana siguiente me volvió a llamar Luis. “Oye, que García Márquez se está leyendo la Regañá y ya ha llamado varias veces a esta mujer para preguntarle las cosas que no entiende. Me ha dicho que se ríe mucho intentando explicarle cosas de Sevilla”.

Yo seguía sin creérmelo. Aunque tenía todo el sentido que si García Márquez estaba leyendo el libro no tuviera ni idea de que eran los montaditos de autor de Emilio en Casa Moreno, de jugar al dominó en el Garlochi con Miguel o de la manía de Pepe Yebra por las bebidas oscuras, por mucho premio Nobel que tenga el hombre… no le podía dar para eso.

Pero me parecía un invento todo, la verdad. Así que le dije a Luis “Tío, ¿tú estás seguro que esta no tiene un topetazo?” Y Luis me respondió “A ver, yo que sé, cualquiera lo puede tener, pero son buenos clientes, te insisto en que no me parecen el tipo de persona que se inventaría algo así”.

No sé, seguía sin creerlo pero ya se lo contaba con menos risas a Cristi, me extrañaba tanto empeño en una broma que no iba a ninguna parte.

Un poco después, el 17 de abril de aquel año, 2014, plena primavera también, García Márquez falleció. Recuerdo que vi la noticia y ni siquiera caí en lo del libro. Me dio pena que Macondo no pudiera ampliarse, aunque igual es mejor así. Pero a los días, Luis volvió a llamarme.

“Tío, perdona la turra, pero me ha llamado esta mujer y me ha dicho que ha vuelto de Colombia del entierro de García Márquez, me ha dicho que ha traído el libro tuyo que leyó el hombre, y que está subrayado por él”. En ese momento pensé que era la oportunidad perfecta para acabar con esa historia y le dije a Luis “Tío, ¿le puedes preguntar si le importa hacerle alguna foto a alguna frase subrayada por él?” A los pocos días Luis me llamó de nuevo “Oye, esta mujer dice que de foto nada, que ella lo pidió para regalártelo a ti, porque entiende que te hará ilusión tener un libro tuyo subrayado por un premio Nobel, que me digas cuando te viene bien, que quedamos en su casa y te lo da”.

Uf…

Ahí, ya me puse firme. Se lo conté a Cristi y me soltó el clásico “De verdad que lo que no te pase a ti..”

¿Y si era verdad?

A la semana quedamos. Luis y yo fuimos a la casa de esta pareja que vivían en Metro Opera. No sé si saben donde está Ópera, pero es una de las zonas más caras de una de las ciudades más caras, Madrid. Cuando abrió la puerta y vi la casa, inmensa, impecable, con muebles de diseño y techos altísimos, di dos pasos atrás en mi incredulidad y comencé a pensar que igual sí era real la historia. Rosa, que así se llama la mujer, me la explicó.

Ella vivía viajando mucho por sus negocios, pero era malagueña. En Madrid, le habían hablado de ‘El Asesino de la Regañá’ y se lo había comprado en la estación de Santa Justa, en un viaje a Sevilla. El caso es que, como me contó en el bar, el libro le estaba divirtiendo mucho.

Le gustaba ir al Museo del Prado y un día, tomando algo en la cafetería, se acabó el libro.

La casualidad quiso que allí se encontrara a la asistenta personal de García Márquez, del que, a tenor de las fotos que vi en su casa, era amigo. La asistenta le dijo que García Márquez estaba regular, muy bajo de ánimos y de salud, y que temía por él. Por lo visto, esta mujer era una gran lectora y le preguntó a Rosa qué estaba leyendo, y ella le dijo,

“Mira, justo me acabo de terminar hace un rato este libro de un chaval de Sevilla, es muy divertido, llévatelo y se lo das a Gabriel, es muy local, pero igual se ríe”. La mujer le dijo que García Márquez estaba muy triste y que no tenía la cabeza en su mejor momento, pensó que igual era buena idea, se lo llevó y por lo visto se lo dio. Según Rosa, García Márquez se lo estaba leyendo, despacio, cuando falleció.

En ese momento, Luis, mi amigo el del bar, lo vio claro “Julio, como te hayas cargado a un premio Nobel con un chiste de Jiménez sí que se va a liar, verás tú que se ha atragantado riéndose”. Rosa puso una cara que no quiero recordar porque ni sé, ni me interesa descifrar.

Prefiero la duda.

Bastante miedo pasé ya con los buñuelos.

El caso es que Rosa me dio este ejemplar y yo lo miré, efectivamente estaba subrayado.

Tiene frases que no son gran cosa escritas por mí, pero cuando las ves subrayadas por un premio Nobel, pues cogen otro vuelo. Mi preferida, que tengo pendiente tatuármela, con su subrayado por supuesto, es “Afuera hay silencio”.

Con el libro en la mano, y aún un poco desconfiado, me recompuse y le dije a Rosa, “Me has regalado una historia preciosa, pero, si te soy sincero, no sé si se la voy a poder contar a alguien porque van a pensar que me la estoy inventando”. Ella entonces me dijo algo “Mira, la muerte de Gabriel ha sido un terremoto en Colombia y ahora todos los programas de televisión están contando los problemas con su herencia, porque su asistenta, la que le dio el libro, fue su última pareja y no se lleva bien con sus hijos. Entra en Internet, escribe su nombre, Mónica Alonso, y busca una foto suya en cualquier periódico o programa de Colombia. Como ella viene a Madrid en un par de meses, nos vemos tomando un café y que te lo cuente ella misma. Así sabrás que es verdad.

Ahí entendí que la historia era real y me pregunté cuántas cosas extraordinarias como esta nos ocurrirán a todos y no llegamos a conocer nunca.

No sé, me parece esperanzador pensar así. Igual en un día aburrido, un libro tuyo le ha llegado a un premio nobel.

El caso es que, con este libro en las manos, ella me dijo algo, que es por lo que he querido contar esto hoy aquí. En sus últimos días, García Márquez desgraciadamente no estaba en plenas facultades, y según ella, mientras leía las aventuras de dos policías majaretas persiguiendo a un loco que apuñalaba a modernitos con regañá, él le preguntó por teléfono

“Pero, ¿Sevilla es una ciudad real o inventada?”

Y me parece una pregunta tan bella, que no he parado de darle vueltas desde entonces. El leyó una historia de Sevilla en primavera y esa ciudad en esa estación, le parecía imaginada, no real. Eso quiere decir algo y curiosamente, de darle vueltas y más vueltas a la dichosa pregunta, empecé a dudar yo también. Así que, por si nos oye, quiero responderle hoy con una carta que le he escrito, que quiero compartir con vosotros y en la que llego a una conclusión, igual estáis de acuerdo.

Hola, Gabriel, te cuento.

Sigo pensando en tu pregunta de si la primavera en Sevilla era real o inventada.

Déjame que te hable de ella, y decidimos.

La primavera en Sevilla llega justo cuando David, por fin, consigue que Goliath se aburra, entonces se arrinconan los jerséis y respiran por fin las ventanas. El vaho se rinde al abanico, las castañas al jazmín, los atardeceres entienden de repente que le toca a la flama, y la escalera del Salvador que es el turno de la rampa.

Cambia todo, Gabriel, pero no me preguntes cuando cambia. Igual en Colombia es más sencillo, algo de un equinoccio, un solsticio o no se qué… aquí cada uno tiene un arranque: los hay que dicen que todo empieza cuando se le ve la espalda a Baltasar, otros que el principio es cuando se oyen de noche las películas por las ventanas abiertas, y hay quien dice que es justo cuando el sol te pica sobre un abrigo.

El caso es que, llegue cuando llegue, la noche ya no será del verde de las farmacias de guardia, sino que sonará a mesas y sillas de aluminio juntándose y separándose en las terrazas de los bares como si fueran animales con vida propia.

No habrá que temer, porque ya no nos atraerán las flores del precipicio, sino el geranio de una lata de Martinete. El deshielo habrá llegado, dormiremos juntos, despertarán los poetas de pelo alborotado y creerán en el amor los policías locales. Y aunque quedarán lluvias calientes de esas que llenan los capós de barro, cuando aparezcan los niños peinados con la raya al lado en Los Remedios, vestidos de domingo, cuando aparezcan las ganas de caracoles y las de bailar, sabremos que esto ya está aquí.

Para entonces, los abrigos habrán reconocido su derrota, y los planes locos, como irse a la playa un martes, su nueva oportunidad. Otra vez seremos esos que no fuimos nunca, y otra vez cotizarán al alza en el parque los arvejones y los abuelos. Sonará la vida en el Tussam, se desesperezarán los jilgueros, escribirán los soldados, pasearán los alcaldes, todo se llenará de jaramagos y alúas y seremos felices porque entenderemos que todo lo duro que pasamos, se compensa con esto.

El invierno será lo que queda tras desmontar un puesto en el Jueves, una piel de serpiente abandonada, un examen de matemáticas sobre los tipos de triángulos, o uno de la tercera declinación de griego, es decir, un peligro que casi nos dobla y que no era para tanto.

Porque nada, nunca, es para tanto.

Será extraño porque sacarán sus hojas las higueras y sus reflejos las campanas.

Volveremos a estrenar cosas del año pasado y cantaremos a gritos en el coche porque la apuesta será, como dice Ronquillo, vivir y no durar.

De repente, todo encajará, Gabriel, te lo juro: Nadie dudará de que no hay otro plan que volver a estrenar la vida, y nos convenceremos de que no se nos ha hecho tarde, aunque seguramente lo sea desde hace mucho.

¿Sabes qué, Gabriel? Ahora que te la cuento, la primavera en Sevilla, estoy seguro de que tenías razón en dudar, quizá esta ciudad no exista, Me contó Javi que Chaves Nogales decía que Sevilla era una sensación primitiva que nos íbamos contando. “Una sensación primitiva” es una manera maravillosa de decir que es una mentira que nos empeñamos en creer, pero si es mentira, ¿qué mentira hay más bella en el mundo que la Primavera en Sevilla?

Quizás sí, quizá esta ciudad y su primavera sean inventadas, quizá la inventamos cada año, pero te aseguro que eso no nos va a impedir disfrutarla como si fuera tan real como el invierno.

Sean felices, siempre debe ser una obligación, pero ahora es más sencillo, porque empieza la primavera.

Muchas gracias.

 
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