Promesa líquida

El día después de las elecciones me pregunto cuantas promesas electorales se cumplirán, y me temo que todos tenemos, más o menos, una respuesta unánime a esa pregunta.

Una promesa es una cesión, cedemos aquello que prometemos. Y cuando la cosa se pone seria, ofrecemos nuestra palabra de honor, dando a entender que lo que está en juego es substancial.

Prometer también implica mostrar, cuando prometo me expongo, me muestro. La promesa no es un proyecto, ni es un deseo, quizá por eso no pase por su mejor momento. La promesa es una convicción que parte de la confianza que tiene el sujeto en su propia voluntad proyectada en el futuro, pero, como todo futuro, la palabra dada que trata de sostenerse en el tiempo puede verse afectada por mil razones. Ese miedo a no poder mantener viva la promesa es el que lleva a mucha gente a no prometer nada, y terminan rindiéndose, negándose a sí mismos la posibilidad de construir el futuro.

De ahí la importancia de prometer, y a ser posible, prometer a otra persona, porque la ventaja de una promesa pasa porque al depositarla en el otro, éste se transforma en custodio de tu promesa, pudiendo ser un estímulo para mantenerla.

Algo me dice que, ahora que han terminado las elecciones, los que antes de votar éramos depositarios de las promesas electorales, hemos renunciado a nuestro deber de fiscalizar lo prometido, facilitando así que ellos hayan dejado de creer en sus promesas. Y si hay algo peor que traicionar una promesa, es no creer en ella.

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Que tengan buen día.

José Carlos Ruiz

@srjosekarlos