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Así ha sido el pregón del Trofeo Carranza a cargo de Antonio Hernández-Rodicio

El periodista gaditano ha hecho un recorrido detallado a través de la historia de Cádiz durante las 70 ediciones que se han celebrado del 'trofeo de los trofeos'

Cádiz

Antonio Hernández-Rodicio ha sido el encargado de pregonar el LXX Trofeo Carranza. En un salón de plenos del Ayuntamiento de Cádiz que estaba repleto de amigos, compañeros y personalidades de la sociedad gaditana, el periodista ha viajado en el tiempo a través de su pregón, repleto de referencias, detalles, nombres y recuerdos antecedidos de una cariñosa presentación a cargo de su amigo y colega de profesión, el periodista gaditano y director de la Cadena SER en Andalucía, Antonio Yélamo.

A continuación puedes leerlo:

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Buenas tardes. Señor alcalde de Cádiz, concejales....autoridades, presidente del Cádiz, amigos, paisanos.

Alcalde, con la venia, una cuestión de orden: vengo hoy aquí enfundado de rigurosa guayabera gaditana no como desprecio a la etiqueta sino como reivindicación de una indumentaria complementaria para el verano gaditano. Nada mejor que esta prenda de sabor americano, que es como decir gaditano. Por lo que aprovecho para pedirle que estudie su inclusión en el protocolo municipal, como ya hicieron otras instituciones de la provincia. Gracias en nombre de la Real orden gaditana de la guayabera por la bula que me concede.

Cuando le pedí a Antonio Yélamo que me presentara es porque sabía que sería una presentación a favor. No hay más misterios. Sabía de su cariño, que es mutuo. Pero desconocía sus maneras hiperbólicas.

Antonio es mi amigo, mi referente profesional y una de las mejores personas que haya conocido.

Gracias al presidente del Cádiz, Manuel Vizcaíno, a quien conozco desde hace muchos años, desde cuando dirigía el marketing del Sevilla en gloriosas temporadas. Y gracias a su equipo por ofrecerme hoy esta tribuna, que me honra como el gaditano que soy. Muy honrado y agradecido.

PARTE 1

Les propongo un pequeño viaje en el tiempo: 1955

En 1955, Cádiz era una ciudad en blanco y negro.

Se movía a ritmo lento. Con pausa y compás, como se hacen las cosas grandes, sea en el flamenco o en el fútbol. Pronto empezaría a desperezarse con la llegada de los prodigiosos años sesenta, con sus transformaciones y rupturas, con su aceleración y sus ganas de correr. Pero en nuestro 1955 era aún más la ciudad de comienzos del siglo XX que la del futuro siglo XXI.

Una lámina siempre bella porque Cádiz solo sabe ser guapa, pero con las arrugas marcadas del tiempo en sus fachadas y las imperfecciones del trazado urbano. Aceras en mal estado, calzadas que pedían asfalto, un alcantarillado más romano que contemporáneo y las plazas por recuperar. Aún funcionaban los servicios públicos de la Alameda y San Juan de Dios y no había dos puentes; ni siquiera uno. Solo el istmo nos comunicaba con el resto del país. Ese largo istmo hacia la Real Isla de León, que como escribió Pérez Galdós en los Episodios nacionales “sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz”.

Las Puertas de Tierra parecían aún defensivas, el mascarón de proa de la ciudad antigua. Aún no se habían abierto los arcos para facilitar el paso de los automóviles. Ni existía la fuente de Carles Buigas, quien también diseñó la fuente luminosa de la plaza de Sevilla. Todo hay que decirlo: la fuente de las Puertas de Tierra no corría prisa porque a mitad del siglo XX aún no había éxitos cadistas que celebrar. Como ven, en Cádiz todo está siempre bien planificado.

La ciudad de 1955 vivía su primer año sin tranvía. Desaparecían aquel año los vehículos de la compañía Carde y Escoriaza, aquellas hermosas piezas de museo color verde jardinera que se desplazaban guiadas por las catenarias y un enjambre aéreo de cables que, más allá de alguna chispa inocente, funcionaban. Enormes anuncios de Bodegas Valdespino coronaban los laterales del tranvía, invitando a los gaditanos a beber vino fino, siempre después del Papa. 70 años después volvemos a tener tranvía. Un tranvía rápido que llegó lento. Ustedes ya me entienden. Cádiz es experta en redescubrir su propia pólvora cada cincuenta años.

Hasta 3.618 buques entraron a puerto en aquel año, de ellos 165 eran de guerra; el resto, mercantes. Ciudad de los pesares más que de los haceres, el lamento popular siempre dice que el puerto ya no es lo que era. De acuerdo, pero 11.000 personas viven hoy directamente de la actividad portuaria. Es un dato.

Cádiz en 1955 ya no hacía las américas. No teníamos ya a un Felipe V que nos trajera por decreto real a la flota de Indias, pero el vapor Adriano hacía la travesía entre Cádiz y Málaga con escalas en Tarifa, Algeciras y Gibraltar. Esos billetes, como otros para Vigo y demás puertos nacionales, se despachaban a un módico precio en el escritorio de caoba de los hermanos Alcón, don Luciano y don Horacio, en el número 24 de la antigua calle de la Cruz de la madera, que en nuestro 1955 dejó de llamarse así para denominarse calle Utrera y posteriormente Antonio López, desde donde se enfila el puerto. Los Alcón, como Ricardo de Sobrino o José de la Viesca, vendían desde finales del siglo XIX billetes para embarcarse rumbo al mundo.

Los consignatarios de buques eran parte de la nobleza empresarial de la ciudad: Francisco de Berenguer y Aguilar, quien ofrecía fletes corridos a todas las partes del globo; Baquera, Kusche y Martin S.A. (Bakumar), Joaquín del Cuvillo, Antonio Lozano Delgado, Fernando Portillo o Emilio Huart. Cádiz aún mantenía una relación emocional con el mar.

Los negocios de efectos navales florecían. Como el de Paulino Freire o La cepa gallega, fundada en los años 20 del siglo pasado y gestionada posteriormente y en propiedad por el padre de Félix Fernández Verdejo, dedicada inicialmente a provisión de buques y hoy a taberna de éxito.

Calle arriba, Vigorito aún fundía hierro y bronce sobre un teatro romano sepultado bajo su taller.

1955 era también un cartel que defendía el dominio de la mejor playa del sur, un lema eterno por el que cualquier agencia creativa cobraría hoy una millonada. En la estampa, una señorita con bañador largo de una pieza de color blanco hacía esquí acuático en el Atlántico gaditano, sin que se pueda precisar cuándo se ha practicado el esquí acuatico en Cádiz. Aunque ella parece una campeona olímpica.

Las carreras de caballos en la playa Victoria permitían apuestas mutuas y gemelas y las organizaba la comisión municipal de fiestas, incluidas las apuestas. Los gaditanos se bañaban en La Caleta y en una Playa Victoria colmada de casetas de madera y de mampostería, con un paseo aún sin bloques de pisos y un solitario Hotel Playa que era entonces la frontera de Cádiz-Cádiz con el mundo desconocido.

Los desconocidos eran los que empezaban a llegar. Ese espcimen hoy en busca y captura pero que entonces se esperaba como agua de mayo y que conocemos con el nombre de turista. O forasteros, o foráneos, como decían las antiguas.

La Sociedad Estatal de Turismo abría aquel año la primera Caseta de información para el turista. Se instaló en el muelle Reina Victoria frente a la Capitanía del Puerto. Aquel punto se consideraba oficialmente la entrada a la población: obsérvense los lazos de la ciudad y el mar.

Una caseta que era de lo más completita: ofrecía servicios de informes de fondas, compañías navieras y de ferrocarriles, de tranvías, automóviles y carruajes. Pero también hacía las veces de escritorio público, estafeta postal y por supuesto tenía lavabos públicos. Algún moderno llamaría hoy a aquella caseta Centro multifuncional de servicios turísticos avanzados 4.0.

Aún tenía el Cádiz de 1955 una plaza de toros que sigue existiendo cada vez que cogemos un taxi.

En el mismo coso, se ofrecía aquel invierno el espectáculo titulado Viena sobre hielo con 60 bellísimas patinadoras, que rezaba el comercial. Cuando retiraban la pista de hielo, con la llegada del verano, Pacorrito, Sánchez Jiménez y Chicuelo le cortaban las orejas a unos novillos de Concha y Sierra.

El cuadrilátero neoclásico porticado que es el Mercado de Abastos -y que nosotros llamamos la plaza- era un un recinto algo desolado, sin la algarabía de hoy y sin mercado gourmet, más que nada porque tampoco existían los gourmets.

Aunque ya se erigía en las afueras un puesto humilde de chapa conocido como la guapa, propiedad de la bella Carmen Pecci, ganadora de los concursos de damas con mantón de Manila. De sus manos salían los churros finos legendarios y las tortillitas de camarones, a las que Manuel Ruiz Torres localiza su origen en las farinatas que freía la colonia genovesa gaditana siglos atrás.

Los Spínola, Casanova, Bocanegra, los Cibo, los Sopranis, los Martini, Pinelli y Rosso. Los Grimaldi, Lomellini, Gentile, Bianquetti, Cuso, Loreto y Picardo. Brillante alineación para el Carranza. Y algún Colón que quedó por aquí de cuando el almirante zarpó de Cádiz en su segundo viaje rumbo a las américas con 17 navíos.

Las fiestas folclóricas de 1955 anunciaban su monumental cabalgata y la gran batalla de flores, serpentinas y confetis.

En el Falla una treintena de agrupaciones se disputaban los primeros premios, entre ellos Los marcianos y Los bichitos de luz con su batalla incruenta de tangos por alzarse con la pureza caletera, “que si ellos son marcianos, yo he nacido en la caleta”. Y los históricos viejos del 55 de Clavaín, Antonio Marín “El botella” y Quintana, que derrotaron a los del Bocho de Paco Alba. Aún no existía la comparsa. Tardaría dos años más, hasta que el brujo no puso sobre el escenario a Los Sarracenos.

En El cortijo de los Rosales, de siete a diez y media, en la llamada sesión vermut, actuaba “el animador de color” conocido como Consom acompañado de la orquesta Atlántida: las señoras pagaban cinco pesetas y los caballeros, ocho. El cine San Carlos ofrecía Faldas a bordo con Esther Williams; el Cine Gades una película llamada Filón de Plata, en moderno technicolor en una sala que anunciaba un sistema de renovación de aire. Y en el Falla, Sinué el egipicio.

Salió el Viernes Santo de 1955 una procesión magna para conmemorar el 50 aniversario de la primera magna, que salió a la calle en 1905. Se anunciaba por un cartel en sepia que imaginaba a los pasos procesionando entre un desfiladero de penitentes y el skyline de la catedral coronando un fondo de incienso y yodo. Procesionaron 14 pasos: abría el Santísimo Cristo de la Paz y cerraban la urna del Santo entierro y la Virgen de la Soledad.

Eran los tiempos de Almacenes Escobar en la plaza Topete y de Almacenes Tejada en la plaza de la catedral, que hacía grandes rebajas de verano poniendo a precios irrersistibles las prendas de cretona de flores, los crespones de lencería, las sábanas de persona y las colchas de glacé plateadas.

Tiempos del restaurante Buena Vista en Puerta Tierra, propiedad de Francisco Álvarez, quien prometía buenas vistas, servicio esmerado, acreditados cocineros y excelentes manzanillas. El Bar Madrid, tan vinculado al Cádiz, como el Bar Sainz, en la esquina de Columela con Cánovas, con una fachada de mármoles y crestería de madera noble y sus camareros de blanco impoluto y corbata negra; la cervecería inglesa en la calle Duque de Tetuán, hoy Ancha, de los hermanos Leal; El Anteojo de Pepiño Ferradans, frente a la Alameda.

Triunfaban los topolinos en los italianos, el buen reguera en el Pedrín de Pedro Olano, un montañés que salió por piernas de México en 1910 tras estallar la revolución contra el porfiriato. Y solo hacía dos años que José Ruiz Calderón, Pepe Manteca, había abierto una tienda en la Viña. Si Cádiz es su gente, bien amerita el desaparecido tendero del corralón rotular con su nombre una calle de su barrio. Hasta 760 ultramarinos llegó a haber en la ciudad de Cádiz

El Liba ya servía buen café en la calle Ancha, abierto por el abuelo de Carlos López, el actual propietario. La Carbonera, la confitería del pópulo con sus sultanas de coco, que rima con Tinoco, que ya estaba en la calle de la Pelota.

Si le faltaban perras para tanta oferta siempre podría recurrir a Créditos Rucas, de Ruiz y Castaño, préstamo que podía devolver en 20 cómodos meses, justo para llegar a las próximas rebajas de cretona y colchas plateadas.

Era un Cádiz de bazares: el de Enrique de las Marinas, el Bazar Inglés, La llave en San Francisco o El Bazar Español entre otros. Para que luego digan que en Cádiz no gusta un martillo.

El 26 de agosto de 1955 se rindió homenaje a José María Pemán en el Hotel Playa por su contribución a la cultura local. José León de Carranza lo nombró hijo predilecto de la ciudad y Álvaro Domecq, alcalde de Jerez, hijo adoptivo. “Cádiz me ha dado unas murallas de cristal que ampara mi soledad creadora y una plaza donde solo se oyen los juegos de los niños”, dijo el poeta.

Cádiz disfrutaba de la Casa Americana, que Estados Unidos nos había abierto para lisonjear al Gobierno y a los gaditanos previa apertura de la base naval de Rota. 1.500 ciudadanos inscritos acudían regularmente a su servicio de préstamos de libros, proyecciones de cine y otras actividades culturales en la sala que instalaron en el edificio municipal del Palillero. Como al año siguiente se inauguró la base y ya tenían lo que querían pues ya no era necesario seguir peloteando a nadie. Así que la Embajada cerró la Casa americana, dejando a los gaditanos tiesos de cultura. Dos años duró el invento. No obstante, y en justo agradecimiento, un año después la ciudad nombraría a la señorita Beatriz Lodge, hija del embajador de Eisenhower, reina de las fiestas folclóricas, que después serían dietas típicas y con la democracia, Carnaval.

Cada semana se reunía en este mismo edificio la Comisión Permanente municipal en la que en cada acta se recoge el lamento de los capitulares por las telarañas en la caja fuerte. No como ahora, que da gusto.

En España los guardias municipales vestidos de blanco y con salacot ordenaban el escaso tráfico rodado bajo una sombrilla en las rotondas; los niños jugaban con aros de madera; aún eran frecuentes los caballos y mulas por los cascos urbanos y en las universidades se abría paso el pensamiento, la literatura y las bellas artes que terminaron por desapegar a los españoles de un pasado oscuro.

Más allá de España, comenzaba la guerra del Vietnam; los americanos y los rusos competían a ver quién afilaba antes sus bombas atómicas y de hidrógeno; Rosa Parker se negaba a ceder su asiento a un pasajero blanco desatando un movimiento por los derechos civiles en todo el mundo.

En 1955 España ingresó en la ONU, nació el pacto de Varsovia y también nacieron Bill Gates, Steve Jobs y Michel Platini. Se creó la copa de campeones de europa.

Elvis Presley salía por primera de vez de gira moviendo la cadera y García Márquez escribía su Relato de un náufrago.

Así era el mundo, así era España y así era el Cádiz de 1955 en el que se inventó y disputó el primer Trofeo Carranza.

PARTE 2

En el mes de julio se anunciaba la creación del Trofeo Carranza. La copa se valoraba en 100.000 pesetas y la hizo un orfebre cordobés. En la prensa local se alababa la generosidad del ayuntamiento y del club pero se reñía severamente a los gaditanos porque en dos días que llevaba abierta la inscripción popular para recaudar dinero para el trofeo el club no había recibido ni un céntimo.

En un bando, el alcalde José León de Carranza, conminaba a los empresarios y los patronos para que acomodaran sus horarios laborales de forma que permitieran a sus empleados participar de las fiestas y actos asociados al Trofeo.

Se colgaron en el campo de fútbol gallardetes y banderas de gala, se le concedió a Radio Juventud la gestión de los altavoces del nuevo estadio y se acreditó a Radio Cádiz para retransmitir el hito histórico.

Los periodistas accedieron a los futbolistas del Barcelona en su hotel pero el entrenador, el húngaro Platko, no fue tan amable. Y el periodista, fino y desdeñoso, le escribió: “míster: ojalá estos aires marineros le den más alegría”. Platko fue por cierto inmortalizado por Alberti en su etapa como guardameta, quien lo llamó “oso rubio de sangre/ guardameta en el polvo/ pararrayos”.

El Estadio abrió sus puertas. A las cinco y media de la tarde en todos los relojes saltó al campo el Marqués de Villapesadilla, el alcalde José León de Carranza, recibido con larga ovación. Y cierren los ojos para rememorar el momento solemne de la inauguración. El obispo Gutiérrez Díez, revestido con capa pluvial, mitra y báculo bendijo el estadio, ante un altar con un crucificado que se había instalado en un lateral del campo.

La banda de música interpretaba la marcha de los infantes a la vez que se izaba el pendón de Cádiz por detrás de la torre de preferencia. Sonó la marcha real, se alzó la bandera de España y se soltaron centenares de palomas mientras una traca valenciana le ponía el estruendo al júbilo de 20.000 gaditanos que llenaban el estadio.

Ciertamente, otros tiempos.

La historia se la saben. El Estadio Mirandilla se había quedado pequeño y viejo. La afición, la directiva del Cádiz y la ciudad querían un estadio nuevo. El Cádiz también había jugado en el campo de las balas, en un recinto de Ana de Viya y en el Velódromo, que terminaría convirtiéndose en el antiguo Mirandilla. La ciudad iba a ver cumplido su sueño. Un nuevo estadio. Se construyó en Extramuros, algo que a los gaditanos les pareció un poco exótico. Demasiado lejos de lo que seguimos llamando Cádiz. Piensen que en aquel año para desplazarse a lo que hoy es el barrio de la Laguna hacía falta llevar cantimplora.

Pero se construyó. La directiva del presidente Cilleruelo, con el apoyo municipal, alzó el estadio y se inventó el trofeo de los trofeos como una iniciativa que debía ayudar a financiar los costes del mismo. Los gaditanos siempre hemos tenido un gran I+D para recaudar fondos: sea con el trofeo Carranza o con la lotería nacional, creada en nuestra ciudad para obtener dinero para la corona y su maltrecha hacienda tras la guerra de independencia. Más tarde llegarían las papeletas de los coros, el bingo de la caleta y los loteros de barrio: pero esa es otra historia.

El Carranza fue hijo de una ciudad con iniciativa, con impulso creativo y por lo tanto dinámica aún con las limitaciones del medio siglo. Fue un motivo de inspiración, una lección de liderazgo y un feliz hallazgo. El trofeo de los trofeos le llaman. Y es justo.

Un trofeo hermanado con la ciudad querida La Coruña, con su Teresa Herrera, nuestro hermano mayor que se adelantó por solo unos años. Un tiralíneas une con hilos invisibles el Faro de las Puercas y la Torre de Hércules, padre fundador de Cádiz y de la Coruña. Hércules es con mucho el dios más futbolero, aunque Javier Ruibal, en su magnífico himno del centenario del club, pusiera la raya del pedigrí histórico cadista en el romano Tiberio.

Se construyó el Carranza. Algo más de un año tardaron las obras, en las que se invirtieron once millones de pesetas. El flamante estadio tenía pista de atletismo circundando el césped y una torre Olímpica -la célebre torre de preferencia- y un aforo para 15.000 espectadores aunque en las crónicas del día se asevera que el día de la inauguración había 20.000 almas en las gradas. La idea del sobreaforo y el cuelo no puede extrañar a nadie en nuestra ciudad. Dos años tardó el estadio en tener iluminación propia.

Como se observa en las fotos de la época era entonces el Carranza una estructura desnuda, un estadio desmochado, más ancho que alto. Un estadio huérfano de bloques de vecinos. Una estructura solitaria y desvalida en medio de la nada. Pasaron los años, llegó la reforma de 1984, el fondo Norte se hizo grande, la tribuna se techó, crecieron las gradas y cayó la torre de Preferencia, con sus 30 metros de altura. Dígase: torres más altas no han caído en Cádiz.

Encajado el Estadio entre la telegrafía sin hilos y la vía del tren, el entorno pasó de ser una zona virgen con pequeños chalés de recreo a un barrio con densidad a la japonesa. Y ya para siempre el estadio quedó aprisionado por los bloques de pisos.Y su nombre unido al de su trofeo.

Como escribió Benedetti, “un estado vacío es el esqueleto de una multitud”.

El Estadio se construye para la gente. Solo tiene sentido cuando está lleno de cadistas. Cuando los cánticos le ponen banda sonora y las emociones azules y amarillas hacen que sus cimientos se cimbreen y palidezcan.

La gran fiesta del verano, dice también la leyenda popular que es el trofeo Carranza. En realidad es una de las grandes fiestas de la ciudad, no solo del verano. Por eso hay que decir con justicia que el Carranza no es de los cadistas, sino de los gaditanos. Si bien hay que reconocer que los cadistas son la infantería del fútbol gaditano, siempre en primera línea. Son los que no se rinden, los que acumulan trienios en las gradas del Carranza milite donde milite su equipo. Pero el Carranza es algo más que fútbol.

El Carranza es también una cita. Es la fecha en la que Cádiz se pone más guapa para recibir más visitantes. Porque a Cádiz le gusta recibir a gente, es una ciudad hospitalaria más allá de polémicas, que en esto de la turistificación, al contrario de Sartre, el infierno no son los otros: somos todos. Es la fecha en la que llega la familia, los amigos. Los hoteles y los bares están a tope. La ciudad se enciende de bonita.

Como escribió Paco Alba para una publicidad de los relojes Orient en un himno alternativo para el trofeo, con arreglos del maestro Escobar e interpretado por el coro Schola Cantorum de San Francisco. “Y es que son tan cordiales los gaditanos / y su clima y su ambiente tan colosal/ que el forastero sabe ya de antemano/ que el que viene al trofeo lo pasa juncal”.

El Carranza siempre ha significado reencuentro, diversión, compartir y ansias de fútbol, justo cuando cádiz es “yate, velero y fragata” como establece el himno original de Luis Gómez e interpretado por Luis Catalán, un toledano con voz de Nodo que lo grabó en 1976 en los Estudios Kirios tras ser el elegido en un casting de la CBS entre otros 30 solistas. Hoy ese himno, que venturosamente no ha sido sometido a reinterpetaciones porque ya no parecería el mismo, anuncia cuando suena que ha llegado el trofeo de los trofeos. Y le pone música a la ilusión de cada año.

70 años del trofeo Carranza. Nada se construye sin esfuerzo pero tampoco sin memoria. El desván de nuestros recuerdos y la mirada del niño que fuimos, la compañía de los amigos de siempre, es lo que nos trae hasta aquí. Rebuscándonos hacia dentro se encienden los recuerdos, que son una mezcla de melancolía y años cumplidos. Y se recuerdan aquellos años felices.

PARTE 3

Porque el trofeo Carranza es el fulgor de unas luces blancas que se proyectan sobre los muros y te enganchan. En ese instante, el estadio es el universo entero. Hemos visto pasar por allí equipos muy grandes, futbolistas míticos. A muchos solo se les había visto en las estampas. La tele no reinaba. Hasta un año después del primer Carranza no empezó Televisión Española a emitir en pruebas. A los jugadores se les conocía por publicaciones como Vida deportiva, por la revista Sócrates, que ofrecía una serie llamada Ídolos del deporte, por la portada del Dinámico y más tarde por el As color. Verlos a las puertas del Carranza, en carne y hueso, era algo mágico.

El trofeo Carranza es también una pasarela de Loreto colmada de gente que se empina y mira, que camina a paso lento al llegar a la intersección de la esquina desde la que se veía un fragmento generoso de césped. Gratis et amore. La pasarela cumplió su misión principal, que no era la de salvar el paso de la vía del tren sino la de regalar unos minutos de fútbol gratis a los aficionados. Hasta 1985, cuando se alzó el nuevo fondo norte, inmortalizado por los cubatas en un cuplé para enmarcar. Alcalde, la ciudad adeuda un homenaje al ingeniero desconocido que desafió todos los cálculos de estructuras.

El trofeo Carranza es un niño corriendo detrás del autobús del Palmeiras a ver si ve a través de los cristales al patizambo Luis Pereira o al rubio Leivinha, quienes saltaron al Atlético de Madrid para darle tardes de gloria.

El trofeo Carranza es un trasiego de bocadillos

para el partido de la noche. Es un viaje desde el Casco antiguo a Puerta tierra del que ya no se regresa hasta que el árbitro pita el final del segundo partido y sin prisa para coger el autobús porque circulaban casi toda la noche.

El trofeo Carranza es la ilusión intacta y amarilla

en la mirada de un niño que ansía ver a su equipo y que quiere adivinar qué le va a ofrecer para la temporada que viene, para la que ya tiene su carnet infantil en el bolsillo y su camiseta planchada.

El trofeo Carranza son en los recuerdos las barbacoas en las que se compartía el pinchito, las chuletas, la sangría de medio pelo y cuántos botellines helados cabían en una nevera, sin afanes de récord Guiness ni aglomeraciones. Era una fiesta civilizada, familiar y gaditana, no una botellona olímpica.

El trofeo Carranza son guitarras y son coplas que suenan hasta el alba. Alba, que viene de Paco. Es una noche en la que suenan en bucle los grandes éxitos del trofeo, una lista compartida en la memoria colectiva de los gaditanos.

El trofeo Carranza es el escaparate de Vicente del Moral con las copas plateadas y lustrosas que los niños admirábamos deslumbrados pegados al cristal.

El trofeo Carranza es el himno sonando por la antigua megafonía que no emitía ni un estéreo básico y con la gente mascando letras pero rompiéndose las gargantas.

El trofeo Carranza es la banda del tercio Sur de Infantería de Marina, de blanco nuclear, animando una noche calurosa

Es el trofeo un albero dorado rematando el césped en los córners

Es el Carranza en liga o en en el trofeo el jolgorio del tren del gol, aunque hoy pase felizmente soterrado.

Son las tandas de penaltis de Rafael Ballester

permitiendo un desempate justo en la final de 1962 entre el Barcelona y el Zaragoza y desterrando el cara o cruz, tan injusto azar para una cita de prestigio.

Lo diré, aunque es cansino. Es el Carranza el tipo que se cuela con la barra de hielo, anécdota apócrifa. Un hombre con barra de hielo que no existió pero que se repetirá cada año y que nutre la mejor tradición del realismo mágico gaditano metido en adobo. No hay pregonero que no mencione al tipo de la barra de hielo. Me sumo. Pero solo lo hago para decir que es un estereotipo gaditano merecedor de una chirigota del Selu.

El trofeo Carranza es aquel fondo sur por el que los más ágiles se colaban amarrando una soga al mástil de las banderas. Puritita verdad de un testigo presencial. “Aguanta la soga, Hortensio, aguanta la soga que me veo en Zamacola”, que cantaron los diablillos salvajes del caribe.

El trofeo Carranza es un marcador simultáneo vacío, un esqueleto viudo de calcetines socks, paños bambara, licor 43, philips, Pluma 22, danone, relojes radiant, camisetas de felpa el búfalo y colchones flex. Marcas a la espera de que la Liga le diera vida a su propio universo de partidos y resultados camuflados bajo las marcas comerciales

El trofeo Carranza es un grifo de cerveza Skol abierto y gratis entre partido y partido, en la desaparecida fábrica de la Cruz Blanca, fundada por Carlos Maier, y que colindaba con el fondo sur

El trofeo Carranza es un jolgorio por la avenida, con los cláxones sonando.

Son las primeras cámaras de televisión que se acercaban al estadio, con una unidad móvil aparcada bajo la tribuna que parecía una nave espacial.

El trofeo Carranza era la entrada por aquellos bajos de un estadio por remozar que olía a a zotal, aunque uno imaginaba que eran los efluvios de los linimentos mágicos de Antonio Rovira.

Es el Carranza una foto de Pelé y Johan Cruyff

posando sonrientes sobre el césped en 1974, aquel otro momento mágico en el que Cádiz se convirtió en el puro centro del fútbol mundial. Cruyff y Pelé. La estrella emergente de Holanda que venía de hacer un gran mundial contra el brasileño, que por entonces apuraba ya su legendaria carrera profesional.

Es el trofeo del Madrid de las copas de europa con Gento, Di Stéfano y el póker de cuatro goles de Puskas al Wiener austriaco. El del Barcelona de Kubala, el Benfica de Eusebio, el Inter de Milán de Luis Suárez y los goles de Zico con la camiseta rojinegra del Flamengo.

Pero sobre todo es el trofeo Carranza la ilusión de ver a Mágico González tocarla como Sam la tocaba una y otra vez en el café de Rick. Un futbolista salvadoreño de triste figura. Más famélico que escuálido, con greñas de Santa María en la cabeza, un pie de terciopelo y el instinto de una pantera. Un antihéroe de manual componiendo la música futbolística más hermosa, fascinante y adictiva que nadie haya interpretado jamás sobre el césped del estadio gaditano.

El Carranza se detiene en el minuto 82 de la final de 1981, cuando Pepe Mejías le cuelga un balón a Dieguito, quien bate a Paco Buyo. El Cádiz ganaba su primer trofeo. Diego el de la Margara, del Barrio Santiago de Jerez, primo de la Paquera, quien siendo ya profesional del fútbol aún bailaba cuando lo contrataban.

El trofeo es también sus ediciones de fútbol femenino con las leonas levantando la copa camino de la ría de Nervión aunque sin gabarra.

Es el Carranza el sinfín de carteles de latón de Soberano y Tío Pepe blindando el rectángulo verde. La publicidad tridimensional de hoy ni se pisa ni permite que colisione contra ella un delantero desbocado.

En la memoria del Carranza hay unos pisos iluminados detrás del fondo norte, donde el vecindario comparte vistas gratuitas y tortilla de patatas en sus balcones Vip. Es el escudo del Hércules iluminado por un reflector de la segunda guerra mundial sobre la extinta torre. Son Gárate y Rojo intercambiando banderines con gesto amable.

Es el trofeo el ansia de los nuevos futbolistas buscando un hueco en el once titular para la liga.

Es la cervecería del Barril en la Glorieta Ingeniero Lacierva hasta arriba de gente, con Pepe y Manolo despachando medias jarras de seis en seis antes de que un Big mac se comiera la memoria cervecera.

El trofeo carranza son los otros pregoneros que me han precedido, entre ellos muchos admirados compañeros de profesión y el año pasado mi querido José Yélamo, quien también une conyugalmente Cádiz y La Coruña, como Hércules. Entre ellos, hoy, como siempre, me acuerdo de mi compañero Theo Vargas, al que se le encendían los ojos y entraba en trance cuando hablaba del Cádiz. Theo, siempre en el recuerdo.

PARTE 4

2024. Y llega la Lazio, el club histórico fundado en 1900, en el parteaguas del siglo XX. Un club histórico y romano. El club albiceleste que ya nos acompañó en la edición en la que el Carranza celebraba sus bodas de oro.

Un grupo de deportistas impulsó el nacimiento del club en el barrio del Prati, a la orilla derecha del Tíber. Un elegante barrio en el centro de Roma, pegado al Vaticano y a un paseo del anfiteatro romano, donde los gaditanos tenían asiento reservado en su grada desde los tiempos de los Balbo. De gaditanorum. De los gaditanos. Esa inscripción cincelada en la sillería de la cávea, la zona reservada a los senadores y las clases privilegiadas de la sociedad romana, indicaba la importancia que el imperio concedía a Gades en su época. Queda dicho por sí impresiona un poco a los jugadores de la Lazio.

Bienvenido sea el equipo romano a la antigua Gades. Indiscutiblemente se sentirán como en casa.

Y llega el Cádiz, esperamos que con las baterías y las ilusiones cargadas para asaltar de nuevo la Primera División, en la que ya nos encontramos más confortables que en la segunda. Y llega su afición, inasequible a los tropezones. Las gradas volverán a ser amarillas y azules y confiamos en que el futuro, también.

El Cádiz es muchas veces más la ilusión de una promesa que la promesa. Nos gusta lo que encierran las promesas, claro. Pero también hemos aprendido a conformarnos con la ilusión. Es un club muy particular. En el que las alegrías no duran eternamente. Pero, dejen el fatalismo, las penas, tampoco. Por eso lo queremos, lo seguimos y cada año lo esperamos. Y este año no va a ser menos. 2025 es un bonito año para volver a Primera. Unamuno invitaba a hallar lo universal en las entrañas de lo local. Y en lo limitado y circunscrito, lo eterno, como la ciudad de Roma. El Cádiz es universal y eterno. Que lo sepan nuestros amigos romanos que nos visitan.

Suerte para los dos equipos

PARTE 5 / FIN

Acabo.

Si el Carranza hubiera sido solo un trofeo habría sido devorado por el torbellino de los tiempos, por la oferta saturada de fútbol televisivo, por internet, por las plataformas digitales y hasta por el videojuego. En una sociedad en la que competimos básicamente por tiempo disponible, el Carranza sería historia. Se habría impuesto el principio de realidad. Pero hoy es historia en el mejor sentido. Es historia y es futuro. El futuro es una palabra universalmente verde esperanza; y en Cádiz, azul y amarilla. Siempre es mejor replegarse, ser flexibles, adaptarse a las circunstancias que partirse. Y hay que admitir que no es poco.

Este año iremos de nuevo a la grada del Carranza, como si fuera aquella edición fundacional con el Barcelona, el Cádiz, el Atlético de Portugal y el Sevilla, que resultaría campeón de la primera edición. Va a hacer ahora 70 años.

Vamos descontando ediciones hasta alcanzar, primero, su aniversario de platino con 75 años y, después, su centenario, un acontecimiento que seguro qué llegará y con el Cádiz en Primera. “Vivir lleva tiempo”, escribió Albert Camus. Tomémonos nuestro tiempo pero no demasiado.

Ya llegan los cadistas, llegan todos los gaditanos. Suena la banda de música. La ciudad está preparada. Se abre el Carranza. Llega la septuagésima edición del Trofeo de los trofeos.

Que 70 años no son nada.

Como en el fandango de Paco Toronjo. Todo el que dice yo soy es porque no tiene que le diga tú eres. El Carranza no dice yo soy porque los demás le dicen tú eres.

Que comience el trofeo de los trofeos, que queda así presentado y pregonado.

Gracias por el honor que me han hecho

 
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