Andrés Recio habla «Sobre indeseables y cobardes»
«Son imágenes de historias cada vez más habituales que nos degradan como especie. Pero lo que llama poderosamente la atención y sonroja de vergüenza es la actitud de los espectadores»
Andrés Recio
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Morón de la Frontera
Estos días hemos asistido a escenas informativas en las que se nos mostraba como una joven agarraba salvajemente por los cabellos a otra al tiempo que le propinaba golpes, le escupía y le soltaba insultos vejatorios a la cara mientras seguía colgada de su melena zarandeándola sin compasión como a una muñeca rota. En otro lugar, a la salida de una discoteca, un grupo de despreciables energúmenos apaleaban y pateaban a un joven dejándolo inconsciente sobre una de las aceras, agresiones de las que la víctima, posteriormente, resultó fallecida. En Chiclana un maestro es acosado por sus alumnos. Los tiernos adolescentes, entre otras delicadas sutilezas, tienen la fina y atenta idea de llevar de regalo para su profe romerías de piedras que envían en procesión hacia las ventanas de su casa.
Son imágenes de historias cada vez más habituales que nos degradan como especie. Pero lo que llama poderosamente la atención y sonroja de vergüenza es la actitud de los espectadores. Esa gente que se ve al lado del agredido en la puerta del colegio, en la discoteca, o donde sea, y que no mueve ni un músculo ante esa situación, bien por miedo a represalias, bien por simple y llana cobardía. A estas alturas uno ya sabe que el bicho humano siempre fue igual, en todas las épocas, que es un animalito que sólo sabe cambiar a sus dioses o a sus amos políticos, que se disfraza -según la ocasión- con trajes de distinto género y corte, aunque sin variar ni ápice en su esencia a lo largo de la historia. Pero esta indolencia chirría más en una sociedad como la actual que presume de estar informada, cultivada, sensibilizada con tantos temas, comprometida, y blablablá.
Lo que debiera actuar como un resorte uniendo las conciencias de quienes presenciamos en directo estas injusticias, ejerce el efecto contrario: un silencio cómplice con el indeseable y el abandono más ruin del agredido. Una permisividad que el agresor sabe leer rápidamente en las caras del infame y cobarde público saliendo fortalecido, sacando pecho y sintiéndose dueño de un cotarro donde nadie le tose por muchas hostias que le suelte a gente indefensa, ultrajada y sometida. Pero mañana será nuestro turno (porque siempre llega nuestro turno en cuestiones consensuadas democráticamente), y cuando nuestro hijo se nos presente -en el mejor de los casos- con las narices machacadas y con media docena de dientes menos hemos de saber que tuvo (igual que nosotros lo fuimos en alguna ocasión) un público cobarde y cómplice con los indeseables que lo escarnecieron y lo atacaron. Pero poco hay que esperar. Somos ya, porque nos lo hemos currado a fondo, una sociedad perversa, cada vez más corrompida, una sociedad que se presta -feliz y cantarina- a todo teatrillo solidario de turno donde nada se arriesga, pero a la que se le meten los huevos en la barriga cuando se trata de jugársela de verdad por un inocente que salpica nuestros zapatos con la sangre de sus heridas o que anubla con la humillación de su mirada nuestra cínica conciencia.