Olivo divino y humano.
El comentario de Andrés Recio.
El comentario de Andrés Recio
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Morón de la Frontera.
Estamos en esas fechas en las que el olivo andaluz adquiere un papel primordial, en las que el legendario árbol nos entrega su maná en forma de oro líquido. Hay gente que sueña con esa inmortalidad que vende la ciencia mediante la renovación de ciertos tejidos y órganos del cuerpo humano, como aquél Fulano que va al taller con su Vespino descuajaringado implorándole a Manolo “el tuercas” que lo eche a andar de nuevo “por lo que más quiera”. Los filósofos de la escuela estoica ya nos señalaron el camino para ser inmortales, sin cambios de órganos ni tejidos remendados de por medio, sólo basta con prestar atención -decían- a la experiencia de los sentidos. Acercarte a un olivo para trabajarlo conlleva una serie de secuelas muy interesantes, sugerentes y variopintas que avivan esos sentidos. “El que lo probó lo sabe”, diría el gran Lope de Vega. Ahora que estamos en plena cosecha el olivo exige vareo. Los efectos, tras varios días o semanas practicando este atractivo entrenamiento, son sutiles dolores en los gemelos y benefactoras agujetas en los glúteos, amén de un engrase importante en las diversas bisagras que rigen las graciosas libertades de caderas y cintura. Y como el acceso a la inmortalidad exige plena entrega, todo lo anterior se complementa con calores reconcentrados en las paletillas (omóplatos para que me entiendan los peritos), en las manos, codos, muñecas, etcétera.
En definitiva, un divino pegujal de punzadas, hormigueos, pinchazos y benditos dolores generalizados que no se sabe bien dónde empiezan ni dónde acaban, pero que agudizan gloriosamente los “sentidos” proclamados por los estoicos. Vamos, que te sientes eternamente vivo, y más aún si el olivar con el que bregamos es “viejo señor” aferrado a algún repecho serrano, donde a todo lo anterior hay que añadir el estar toda la jornada con la tracción a las cuatro extremidades activada. “¡Qué caro está el aceite!”, gritan “los sincallos” en el putiferio aconfesional de las plazas públicas mientras brindan ufanos con “gin tonics” de a seis euros el pelotazo.
"¡Hermano lobo! ¡Hermana piedra! ", escribió San Francisco de Asís. ¡Hermano olivo!, añadiríamos aquí. Olivo y aceite; árbol y néctar concebidos entre el Tigris y el Eufrates, en esa tierra semillero de religiones, donde por fuerza tenía que salir con la aureola de árbol sagrado que más tarde reivindicaría en Atenas y en Roma. Cuentan que Aristóteles gustaba de ser ungido con aceite de oliva tibio antes de dialogar con sus discípulos. Aceite, “pater magister” en la alimentación, en la elaboración de perfumes y ungüentos, de cosméticos, de combustible para arañas y candiles, de medicinas, de desengrasantes naturales, como limpiador de muebles y utensilios…, o, incluso, como lorquiana poesía: “La niña del bello rostro/está cogiendo aceituna. /El viento, galán de torres, /la prende por la cintura. /La niña del bello rostro/sigue cogiendo aceituna, /con el brazo gris del viento/ceñido por la cintura”. Si todo esto no es ser inmortal que suba la Parca y lo vea y lo desdiga.