Los abuelos y la Navidad.
El comentario de Andrés Recio.
El comentario de Andrés Recio.
03:30
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Morón de la Frontera.
Las fiestas navideñas en realidad son como un bisturí que se inserta en la memoria para intervenirla con resultados dispares, a veces halagadores, a veces dolorosos. En alguna ocasión escribí que el hombre inventó el tiempo para luego domesticarlo en esos artefactos llamados relojes con la inequívoca función de acotar los abismos que circundan su vida, y luego le colocó en la cúspide de la pirámide los grandes hitos: vacaciones estivales, Semana Santa, Navidad... Esta noche levanto la mirada de la mesa repleta de chacinas y de marisco y me encuentro con sus arrugas, con sus dos pequeños ojos que, ligeramente tristes, brillan como dos carbones encendidos en medio de su rostro enjuto, contemplo el deterioro de los años en su piel requemada, en sus trabajadas y nervudas manos. Es el paso de una visión de lo inminente a lo vivido, de lo perecedero vigente a la decrepitud llena de vivencias, de alegrías, de decepciones y de hastío. Detienes tu foco en esa cara y afrontas, de nuevo, lo dolorosamente inevitable: su decadencia física, su vejez insoportable. A veces miramos a nuestros mayores de forma que sirva para minimizar el dolor del golpe supremo, para ir amortizando poco a poco esa experiencia final de su ausencia, de la pérdida definitiva. Es una estrategia de defensa que nos sostiene y nos hace convivir prematuramente con su falta irremisible, es un dolor suspendido, sopesado, la entrega a plazos que hará más llevadero el golpe seco que siempre nos negamos a aceptar que ocurrirá.
Al fondo de la cocina, entre los anafes y el fregadero, crepitan varios tarugos de olivo lechín, consumiéndose, entregando su calor, su ideal de hogar, en una nochevieja más que vuela vertiginosa. La antigua cocina de leña. Paraíso presente y abrigado por esa candela, presente reseñado por la prole que hoy se reúne y condensa vicisitudes cuajadas en épocas tan dispares como las generaciones que compartimos mantel. Miro de nuevo sus arrugas serigrafiadas (como si de un mapa cuajado de aventuras e infortunios se tratase) y me invade la certeza de que seguimos escribiendo páginas amarillentas de vulgaridad en esta sociedad de bonanza que emergió de aquellas otras, más difíciles y oscuras. Navidades proviene del "nativitas" latino (nacimiento), sin embargo, en su lectura festiva viven adormecidas reliquias delicadas de recuerdos evanescentes de la infancia, huellas primigenias de una vieja casa derruida, de un ajado libro, de una rémora vestida de poderosas ausencias que te envuelven como un lienzo inmenso, nebuloso. Ochenta y siete años de veranos de calinas y zarpazos de levante, de horizontes desgajados, de vendavales de otoño y escarcha en las rodillas, de hacer la plaza y de escuchar compungidos rosarios de la aurora que nunca trajeron consuelos ni bonanzas. "¿Los yunques y crisoles de tu alma trabajan para el polvo y para el viento?" No, don Antonio Machado, no del todo. Esta noche me invade la pulsación sensitiva de su ademán cuando mira a su nieta, y sé que, por unos momentos, el alma anquilosada por el desprecio del tiempo se desentumece, y se estiran las alas mustias de un viejo corazón que respira vivaracho el antaño fresco aire de juventud. Sus ojos diminutos miran el vestido de la chiquilla, oye las atenciones de la nuera, se ríe, calla de repente, sorbe un poco de vino, como buscando sombras de sueños perdidos en el fondo del vaso, sorprendiéndose todavía de la abundancia, de la ausencia de miedo por poder hablar de cualquier cosa.
Al fondo, sobre la pared amarillenta, cuelga un calendario con la imagen del Nazareno, no en su cuna, sino con su túnica, con su poblada barba y sus dedos índice y medio alzados, presidiendo los últimos días de otro año que voló sobre su mirada y su vida disueltas como la sal sobre una figura de campesino de voz profunda de olivo, solitaria de campos y perfumada de higueras, huertos y membrillos. Por todo eso, en esta noche en que la vida grita de modo especial que se va, que sigue huyendo como olas fugitivas, yo sé que nadie sabe más que tú: ningún dios, ni hombre, ni ciencia; tú, que estás hecho sólo con lo que brota de lo vivo, de lo que muta irremisible. Nadie sabe más que tú de la vida y de la muerte, nadie sabe más que ocho décadas de fuego y de luz, de aventar pajotes y cenizas, de navegar mares de ondas amargas, de cerros y de abismos calcados en tus ojos, en tu sabia carne que todavía se yergue en esta selva vulgar que cada día te importa menos y a la que dedicas una mueca de ubérrimo desprecio, profunda e incisiva como aquel antiguo y certero rejón de joven arador hoy herido, pero redivivo por una noche al contemplar extasiado y alegre el vestido de su nieta en el último día de su año número ochenta y siete. Pasado y porvenir sobrevolando la mesa. Y sobre mí, sobrevolando, la ternura; hecha mitad de dolor, mitad de placer.