Sobre caricaturas y carnaval
La opinión de Andrés Recio

La columna de Andrés Recio

Morón de la Frontera
Sobre la palabra caricatura nos dice el diccionario que es aquella obra de arte que ridiculiza o toma en broma el modelo al que se refiere. Y ahí nos encaja el carnaval. El carnaval es esa ocasión ancestral, patrimonial, perfecta para repasar y repensar la realidad y la vida. El carnaval en el sur es ese látigo verbal que entre metáforas, antítesis y comparaciones caricaturiza a una caricatura ya patente, una caricatura invariable, indestructible. Y la paradoja consiste en que los carnavales dotarán por momento de rigor, de seriedad y de prestigio a esas caricaturas.
Les concederán virtudes que jamás soñarían poder gozar en la realidad. Y lo harán a través de la poesía popular, de la música, de la fogosidad interpretativa, con la magia de la literatura y con la luz de las palabras pasadas por los tamices de la sabiduría popular y del alma del pueblo. De este modo, las caricaturas, sin dejar de ser fantoches, concurrirán bajo los focos rescatadas de su mediocridad, aunque no lo merezcan. Pero el arte es de las pocas cosas que logran trascender al hombre y a sus miserias. Y por eso mismo no deja de esculpir admirables imágenes, incluso partiendo de los más viscosos lodos como materia prima.
El carnaval, con todo su poder evocador y sensorial, artístico, humano y divino, heredado de tiempos y de modos ancestrales, pondrá durante un tiempo orden y sentido en la hipócrita cotidianeidad, mortificando y dignificando al mismo tiempo a la grosera sátira y convirtiéndola en parte activa de la danza y del canto. Por eso, se equivocan los que se creen a salvo del fuego purificador de estas fiestas que nos fiscalizan a todos, que a todos nos zarandean porque modelan sus componentes en la espesa arcilla de nuestras glorias y miserias como especies. Luego, cuando se desplome el telón y languidezcan lentamente los sonidos de los últimos acordes y resuenen en nuestros oídos los estribillos que censuran, que emocionan o que llevan a risa, en ese instante será tiempo de arriar las banderas de la utopía, de poner de nuevo rumbo a los puertos rutinarios.
La función irá protagonizando y poco a poco se dará el paso al ruido y al desconcierto, al desencanto y a la vulgaridad, a la marabunta. Las caricaturas, liberadas del fuego purificador del estasílabo, de la criba tejida con hilos y denuncias en arte mayor, retomarán de nuevo el protagonismo y se adueñarán del teatro del día a día para imponer escenificaciones pobres y falsarias e intentarán entonces que durmamos de nuevo. Bien, durmamos, soñemos, pero sin que nos despojen de la libertad de pensamiento, sin que nos aborreguen, sin que adormezcan nuestra capacidad crítica porque, aunque no nos demos cuenta y de manera encubierta, las caricaturas liberadas andan al acecho.
El carnaval también debe hacerlo como pertinaz espada de Damocles sobre las conciencias para contribuir a muchas cosas, incluido aquellos sueños por los que clamaba cierta canción popular, el retorno de la fictiva cultura y el asiento de la justa prosperidad. Que tanto monta, monta tanto.




