Cómo El Arahal luchó unido contra lo invisible en el siglo XIX
Los inicios de la vacunación en España, sus efectos sobre las epidemias en el siglo XIX y su influencia en la villa de El Arahal.


Arahal
Rafael Martín Martín, cronista oficial de la Ciudad. Comentario 77 - Hoy vamos a viajar en el tiempo, para conocer los inicios de la vacunación en España, sus efectos sobre las epidemias del siglo XIX… y cómo todo ello dejó huella en nuestra villa de El Arahal.

Rafael Martín Martín - Comentario nº 77 - vacunas arahal
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A finales del siglo XVIII, en la Inglaterra rural, el médico Edward Jenner escuchó un rumor curioso: las lecheras que habían pasado la viruela vacuna —una enfermedad leve de las vacas— no contraían la viruela humana, mucho más peligrosa. Jenner decidió comprobarlo y, en 1796, inoculó pus de una lesión de vaca a un niño. El resultado: inmunidad contra la viruela humana. Nacía así la “vacuna”, palabra derivada de vacca.
En España, la técnica llegó pronto. En 1803, el médico catalán Francisco Piguillem la introdujo desde Francia. Ese mismo año, el rey Carlos IV, marcado por la enfermedad de su hijo Francisco de Paula, apoyó una de las primeras campañas sanitarias globales: la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Al mando estaba Francisco Javier de Balmis, junto a José Salvany y la enfermera Isabel Zendal.
La expedición partió de La Coruña con un método ingenioso: veintidós niños huérfanos vacunados de brazo en brazo para mantener viva la linfa durante el viaje. Llegaron a América y Filipinas, llevando esperanza a miles de personas.
Fue la humanidad hecha eslabón —carne, ternura y ciencia— la que permitió que la inmunización contra la viruela llegara a miles de almas, y que la enfermedad que durante siglos había dictado miedo y muerte comenzara a ceder ante la voluntad de quienes cruzaron mares para vencerla.


Pero en el siglo XIX, la vacunación en España no siempre fue constante. La invasión napoleónica, la falta de recursos y las reticencias sociales frenaron su aplicación. No fue hasta la segunda mitad del siglo cuando se establecieron normas más regulares. También aparecieron otras vacunas: la de la rabia, desarrollada por Pasteur en 1885, o las del cólera, la fiebre tifoidea y la peste bubónica.
A todo ello, se unió la importante invasión de distintas epidemias que relegaron a un segundo lugar a la vacuna de la viruela.
En el siglo XIX, la villa de El Arahal no fue ajena a las sombras que las epidemias extendieron por toda España. El cólera morbo, una de las enfermedades más temidas del tiempo, golpeó con fuerza en tres momentos que quedaron grabados en la memoria colectiva: 1834, 1854-1855 y 1882. A su paso, dejó un rastro de miedo y luto, y en su estela también prosperaron otras amenazas, como la viruela, que en 1875 vivió un brote particularmente grave, seguido de otros menos intensos en las últimas décadas del siglo.


La primera embestida del cólera, en 1834, cayó sobre un país ya debilitado. El Arahal se vio envuelto en la preocupación provincial: la Junta Superior de Sevilla lo declaró, junto a otros pueblos andaluces, “en estado sospechoso”. El periódico La Revista informaba el 2 de noviembre que varias personas presentaban síntomas inquietantes, y el nombre de la villa volvía a aparecer entre los afectados. La alarma llegó hasta las instituciones locales, según recoge el acta de cabildo de la Hermandad de la Misericordia del 23 de febrero de aquel año en la que se deja constancia de una decisión solemne. El presidente del Ayuntamiento pidió que el Cristo de la Misericordia saliera en rogativa, buscando con fe detener la calamidad que se extendía no solo por El Arahal, sino por gran parte de la provincia.
Pero la amenaza regresó con más fuerza dos décadas después. Entre 1854 y 1855, la epidemia golpeó con una virulencia mayor. Al frente del municipio estaba don Francisco de Paula Teodoro Arias de Reina Serrano, un hombre de gran formación intelectual que dejó huella en la población. Bajo su dirección, se reforzó la Comisión de Sanidad, donde los médicos municipales —don Francisco de Herrera y Tejada y don Francisco González Orchoterena— lucharon en primera línea para contener el avance del mal.
Eran tiempos en los que la ciencia aún caminaba con pasos inciertos, y las comunidades, unidas por la fe y la solidaridad, buscaban todas las armas posibles para enfrentarse a un enemigo invisible. Así, entre rezos y medidas sanitarias, El Arahal resistió, escribiendo páginas de dolor, coraje y esperanza en su historia.
En la segunda mitad del siglo XIX, España empezaba a dar pasos firmes hacia una mejor organización sanitaria. Se promulgaban leyes que buscaban proteger la salud pública, como la Ley de Sanidad de 1855 y, al año siguiente, la segunda ley de organización y funcionamiento de los municipios. Eran tiempos en los que la ciencia y la administración intentaban, poco a poco, plantar cara a las viejas amenazas.
Aun así, la historia de las epidemias no había llegado a su fin.
En 1882, el cólera volvió, aunque con menos fuerza, gracias a una mejor higiene y avances médicos. El Ayuntamiento habilitó el antiguo edificio de San Roque como hospital y lugar de observación, instaló camillas, carro fúnebre y medidas de control en la estación de tren, incluso fumigaciones
Una segunda epidemia de especial significación que sufrió Arahal fue la viruela, silenciosa y persistente, golpeó con dureza durante los últimos treinta años del siglo. Las primeras noticias de su presencia se remontan a diciembre de 1872. La vacunación no era obligatoria, y eso dejaba a la población expuesta. Ante esta vulnerabilidad, la propia localidad tomó la iniciativa: se adquirieron tubos de vacuna y se organizó una campaña pública dirigida a los más vulnerables, en un intento desesperado de frenar el avance del mal.
Pero los esfuerzos no fueron suficientes. El año 1875 quedó marcado como uno de los más funestos en la memoria de la villa. El número de muertes se disparó, superando con creces el promedio habitual. En las calles, el miedo se mezclaba con la resignación, mientras familias enteras buscaban en la fe y en la solidaridad la fuerza para resistir una enfermedad que parecía no dar tregua.
Pero Arahal hizo frente a esta primera oleada de epidemia de la viruela con una serie de medidas, potenciadas por la comisión de Sanidad, en la que jugaron un papel muy relevante los sanitarios de aquella época, como el doctor gaditano, afincado en nuestro pueblo José María Iglesias , el arahalense Rafael Martín Antequera, o también el sevillano Miguel Fernández González, médico municipal y del hospital, así como los sangradores Ramón González Liberto o Antonio Ruiz Bermúdez o los farmacéuticos Miguel Herrera Tejada, Antonio Armario o Trinidad Martín Antequera.


El doctor D. Rafael Martín Antequera
La viruela, sin embargo, fue un enemigo más persistente. El brote de 1875 duplicó la mortalidad habitual. Sin obligatoriedad de vacunación, las autoridades locales tomaron la iniciativa: compraron tubos de vacuna, enviaron niños a Sevilla para obtener linfa fresca —igual que en la expedición de Balmis y Zendal— como así figura en un acta de la época, que dice textualmente “ de todos es conocido las infinitas invasiones de viruela ocurridas en la población al extremo que hizo tener por la salud pública que no siendo bastante según opinión facultativa el uso de la linfa en tubo y no encontrándose en la población una ternera que fuera inoculada hecho necesario de disponer el envío a la capital de tres niños robustos que fuesen vacunados directamente de la ternera para con ella seguir ya la vacunación en esta localidad” Fue el mismo sistema que se siguió para la vacunación en Hispanoamérica y Filipinas, a principios de siglo, al utilizar de nuevo el eslabón humano para poder inmunizar a la población.
Los brotes continuaron. En diciembre de 1883, la viruela resurgió con fuerza, provocando inquietud en la población que, pese a haber sido vacunada, no estaba a salvo. Para combatir esta amenaza, la Junta de Sanidad compró una vaca sana para extraer la linfa necesaria para la vacunación, una solución práctica y adaptada a su tiempo. Fue el sanador Ramón Liberto el encargado de llevarla al Instituto de Vacunación y traer los tubos de vacuna. La comunidad respondió al llamado, acudiendo masivamente a protegerse.
La escuela, centro vital para la formación de la juventud, cerró sus puertas en señal de alarma, priorizando la salud por encima del conocimiento. No fue una medida aislada; también en 1888 y 1891, nuevas becerras fueron adquiridas para continuar la inoculación, y el compromiso de las autoridades no flaqueó.
En medio de estas dificultades, la población luchaba también contra el riesgo que representaba la falta de higiene. Se ordenó una limpieza general de calles, la retirada de basuras y estiércoles, y se prohibió arrojar aguas sucias, todo bajo la amenaza de multas. Era un esfuerzo conjunto, que involucraba no solo la medicina, sino también la cultura de la prevención.


En enero de 1896, la vacunación de niños en las escuelas fue una prioridad, e incluso una obligación, una estrategia para proteger el futuro, pero también un reflejo del temor constante a que el virus volviera a expandirse, aunque, no por ello, no se produjesen casos aislados de los que queda constancia en octubre de ese mismo año. Uno de ellos, el de una mujer, llegada de otra localidad hospitalizada en el hospital del Santo Cristo, falleció aislada para evitar el contagio; mientras, en la calle Mogrollos, un enfermo y su familia fueron confinados bajo vigilancia estricta para contener la amenaza.
Pero cuando esta epidemia se controló, nuevos enemigos epidémicos asolaron el último decenio del siglo, la difteria, las fiebres palúdicas y casos puntuales de rabia.
Desde 1891 la difteria comenzó a causar víctimas. El farmacéutico Francisco García alertó de la necesidad urgente de desinfectantes, especialmente para las familias pobres. En 1895, el Ayuntamiento aprobó la compra de suero antidiftérico, una novedad médica para la época, ya que sólo desde 1894 estaba generalizado principalmente como uso hospitalario.
La década también vio brotes de “calenturas” y fiebres palúdicas, favorecidas por la sequedad de los ríos y la proliferación de mosquitos. En estos casos, la quinina fue la medicina más utilizada y nunca llegó a faltar en las farmacias de la localidad, no sólo por la disponibilidad de las mismas, sino por la estrecha colaboración de la administración municipal.
Quizá uno de los episodios más llamativos de la historia sanitaria de El Arahal ocurrió en 1887, cuando dos vecinos del pueblo, Carmen Sánchez Pérez y Antonio Domínguez Antequera, fueron mordidos por perros rabiosos. En una época en la que la rabia era una enfermedad temida y casi siempre fatal, su caso resultó ser una excepción gracias a la rápida actuación del médico local, José María Iglesias.
Consciente de los últimos avances científicos, Iglesias gestionó que Carmen y Antonio pudieran viajar a París para recibir la vacuna contra la rabia, desarrollada apenas dos años antes por Louis Pasteur. Esta vacuna era algo completamente nuevo: se había descubierto en 1885 y comenzaba a extenderse por algunos países como Rusia y Gran Bretaña, pero todavía no había llegado a España, que inició su extensión en 1888 desde el Instituto Antirrábico de Madrid. La intervención del médico, junto con la ayuda económica del Ayuntamiento y la Diputación, permitió que estos dos vecinos recibieran el tratamiento y salvaran sus vidas.


Dr. D. José María Iglesias Barbás
Este hecho no solo demuestra la gran preparación y actualización científica de los sanitarios arahalenses, que, a pesar de las dificultades de comunicación y distancia de aquella época, se mantenían al día de los avances más importantes en medicina. También refleja el fuerte compromiso y solidaridad de la administración local, dispuesta a apoyar a sus ciudadanos en momentos críticos, invirtiendo en su salud y bienestar.
Así, Carmen y Antonio sobrevivieron, convirtiéndose en algunos de los primeros casos en el mundo en superar la rabia gracias a la ciencia y ejemplo vivo de cómo la ciencia, la medicina y la comunidad pueden unirse para salvar vidas.
Estas historias muestran que, en un tiempo sin antibióticos ni tecnología avanzada, la salud dependía de la organización, la prevención y el compromiso colectivo. En las calles de El Arahal, donde el eco de los pasos resonaba entre casas y plazas, una sombra invisible amenazaba con quebrantar la tranquilidad de la comunidad. No era una guerra con armas visibles, sino una batalla silenciosa contra epidemias que se colaban en el aire y en la piel, poniendo a prueba el temple de sus habitantes. Sin embargo, lejos de sucumbir al miedo, el pueblo se unió en una determinación férrea, una fuerza colectiva que brotaba del cuidado mutuo y la esperanza.
Entre protocolos que se aprendían al vuelo, vacunas que llegaban como pequeñas promesas de protección, y cierres de escuelas que dejaban vacías las aulas y llenaban de incertidumbre a grandes y chicos, El Arahal vivió sus días más difíciles con un espíritu inquebrantable. La vigilancia constante no era solo tarea de unos pocos, sino un compromiso compartido, un ritual que fortalecía la convicción de que solo juntos podrían vencer a aquel enemigo invisible.
En medio de este desafío, un verdadero ejército silencioso brilló con luz propia: el equipo de profesionales sanitarios. No eran solo médicos, sangradores y farmaceúticos ; eran guardianes de la salud, faros de esperanza, ejemplos vivos de profesionalidad, vocación y sapientia. Su dedicación, casi heroica, tejió una red invisible de protección que abrigó a la comunidad y dejó una huella imborrable.
Hoy, cuando las calles de El Arahal aún susurran las historias de aquella época, se percibe en el aire ese legado de valentía y cuidado. Es un recuerdo vivo, una inspiración para enfrentar los tiempos presentes con la misma entrega y unidad que antaño. Porque la historia de El Arahal es, en esencia, la historia de un pueblo que aprendió a luchar unido contra lo invisible, y en esa lucha se encontró a sí mismo para salir adelante.


Calle Corredera finales del siglo XIX, pr. del XX
Fotografías del archivo fotográfico de Alfonso Pereira.
Les habló Rafael Martín para Arahal al día de la radio local Dial Europa.

Sonia Camacho
Sonia Camacho es directora de Bética de Comunicación y fundadora de Estudio 530. Comunicadora andaluza...




