Honor
El Paso Cambiado de Julián Granado

Morón de la Frontera
Decía Calderón que el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios. La frase, pronunciada para católicos del Siglo de Oro, sigue no obstante vigente para creyentes o agnósticos de nuestro tiempo. Concretamente, para el ejercicio de la política. Pues si al político se le exige poner en su dedicación, ya que no la vida, sí el alma entera, admitamos que en ella debe de haber un poco al menos de honor. Y ese el problema. Que sin respeto por la verdad no hay honor. Y todos los sucedáneos de aquella (la posverdad, la verdad a medias o la mentira encubierta) manchan el honor de alguien: ya sea del calumniador o del calumniado. De nada servirá ya, in extremis, alegar que se entendió mal lo que solo podía entenderse de una manera. Que al intoxicador se le calentó la boca, llevado por el amor a sus colores. O, en última instancia, que usted perdone y a otra cosa, o a pasar página, que dicen. No, amiguito, no. La mancha del honor, como la de la mora, hay que lavarla en el campo del ídem.
Un ejemplo práctico. Recientemente, un bronceado custodio mayor de las esencias del PP, incontinente donde los haya y en un alarde de humor negro, tira de navaja verbal mal afilada, y a la directora de Protección Civil, a propósito de la ola nacional de incendios, la tilda directamente de "pirómana". Pues bien. Esta señora, en defensa de su honor mancillado, debiera haber citado al mal monologuista en las afueras, para zanjar el asunto, a espada o pistola, a primera sangre o escupitajo. Claro que en tal caso, y revisando su curriculum y limpieza de sangre, como se estilaba en el Siglo de Oro, un hipotético tribunal de honor habría descubierto, por sus apellidos, que el tal individuo es neoconverso de origen judío sefardí. Vamos, lo que en cristiano viejo de la época se llamaba entonces "un marrano", con perdón. De los que, carentes como eran de honor,
'tenían vedado el acceso a los duelos con armas de filo (como la lengua). Como tampoco les estaba permitido el honroso servicio del Rey (eso que hoy viene siendo el ejercicio de la política). El cual deberían abandonar, con el rabo (ya de toro o de cochino) entre las mismísimas piernas.




