El verano de la niñez
La opinión de Andrés Recio

Morón de la Frontera
Pronunciamos la palabra verano y ya la estación empieza a escapársenos en su sílaba final, se nos quiebra su fugacidad en ese "-no" que cierra el conjunto de seis fonemas que designan un tiempo de luz y de sal, de anhelos y de sol, de agua y de cañas, de nocturnos grillos, de brisa entre eucaliptos, de sopor meridiano y meridional, de gatos en celo, de balconadas de estrellas, de siestas de ranas. Antes el verano era propiedad de los niños, a ellos pertenecía en cuerpo y alma, por abolengo eran sus legítimos depositarios, sus absolutos dueños. El verano siempre fue un libro que urgía ser abierto, como aquel baúl de la vieja casa, cubierto de polvo y de misterio, lleno de reliquias, cuya tapa levantabas con el asombro y el placer por bandera.
Y era descubrir una salamanquesa, inmutable, acechante de insectos bajo el farol de tu calle, o comerte un chorreante "Drácula" de Frigo, o permanecer extasiado ante el desgreñado león del circo que cruzaba el verano rural sobre raquíticos camiones conducidos por titiriteros -reyes inalcanzables, aristócratas de la vida, magos de los sueños- venidos para dar tono a las fiestas del pueblo. Sin embargo, para los mayores el verano es una institución más; ora un escaque del tablero sistémico de los convencionalismos, ora un seudoanalgésico contra el insobornable paso del tiempo. El verano se arrima a nuestra adultez sobornándola, mostrando sus facturas de estación cara, de lujo, ahora, ya sí, de innúmero artificio.
Y aquel verano de la niñez, el del aroma a membrillo y yerbabuena del huerto familiar, aquel inabarcable paraíso es hoy un ramillete de gardenias petrificadas sobre el sutil borde de un frío y lujoso jarrón de porcelana japonesa. Y ya, como adultos, podremos comer perlas al borde del mar, como hiciese Cleopatra; o beber oro fundido sobre una hamaca como gustaba Lorenzo de Médicis. Pero en la memoria de algunos niños, aquella isla del verano, con su bajel y sus íntimos tesoros, siempre tendrá una rúbrica infantil hecha de trazos de asombro, de pupilas encendidas de agradecimiento hacia aquella Patria segura circundada de campos generosos y eriales perfumados, de pan caliente que cruje bañado en dorado aceite, de frescas y musgosas albercas, de golondrinas que danzan sobre las olas evanescentes de suaves vientecillos crepusculares.




