El país de los chismes

Morón de la Frontera

Como todo el mundo sabe, y es notorio, los chismorreos, o -llamados con más benevolencia y cercanía- comadreos, son tan necesarios para la vida de los habitantes de pueblos pequeños como el abastecimiento de víveres en sus supermercados. Pero hace mucho tiempo que, gracias a la tecnología, la maledicencia y el encono entre vecinos de pueblos pequeños desbordaron tan nimias fronteras y extendieron sus campos de batalla a todo el orbe nacional. No sabríamos decir con qué recurrencia meriendan con chismorreos en la Francia versallesca, en la Pérfida Albion o en la Italia, otrora de los Médicis y los Sforza, por poner algunos ejemplos.

Pero España, en general (para constatarlo sólo basta ejercitarse un poco en el arte del zapeo a la hora del café de media tarde mientras ingerimos una livianísima fruta que cumpla con las pautas marcadas por nuestro endocrinólogo), sí es un vasto imperio sembrado de especialistas y consumidores de tan sustanciosa y edificante actividad. A la gente del pueblo llano les gotea el colmillo chismorreando de las vidas de los grandes potentados, de artistas, de vagos y atorrantes alzados a las cumbres del éxito por ese mismo pueblo chismorreante que un día los endiosó. Las capas inferiores, en definitiva, sostienen el espectáculo del que se nutren sus moralísimas conciencias, que, además de mostrarse afectadamente escandalizadas, irradian llaneza y honestidad recreándose en tales espejos morales.

Y todo este embrollo se fue extendiendo hasta tal punto que la afición a tales menesteres se introdujo -democráticamente, como se introducen tantas cosas- en muchas almas masculinas, forofos también del chismorreo que, al principio, fueron designados como calzonazos, mujerucos o rascapuertas, denominaciones que, como es bien sabido por el auditorio hispano, son de muy mal gusto entre los hombres de la Piel de Toro. Y así, la maquinaria hacedora de chismes va a todo gas, con renovados bríos, lozana, saludable, con las velas henchidas cual bergantín pirata, cotizando al alza en la bolsa de la moralina y de la moraleja, sacando de su mundana chistera un nuevo cuento que pronto quedará hundido en el pozo del olvido, porque atrás viene empujando otra patraña fresca, jugosa, recién sacada del horno del odio o la malicia que lanza a su sufridor -como diría el jocoso Quevedo- por las calles acostumbradas de la ciudad, "con vocingleros delante / y envaramiento detrás".