Unos líderes muy infelices

Espiar las comunicaciones telefónicas de más de 35 líderes mundiales, entre ellos los jefes de gobierno de países amigos, tiene nula justificación desde el punto de vista de la seguridad del Estado y mucha desde el punto de vista de conseguir información privilegiada para tener ventajas diplomáticas y comerciales. Seguramente Estados Unidos ha manejado en su provecho mucha de la información obtenida por esos medios pero también ha pagado un precio por ello: las revelaciones suponen un fuerte golpe a su prestigio internacional. Es muy difícil protestar por las filtraciones de Snowden, jurando que perjudican a la seguridad nacional, y que a renglón seguido se sepa que entre los espiados estaba Angela Merkel. El recelo afecta a todo el país y a sus grandes empresas tecnológicas, pero sobre todo al presidente Obama, del que no cabe suponer que no estuviera informado puntalmente. Pero por mucho desprestigio que salpique a Obama, nada comparable con el que mancha a los líderes europeos, tratados como infelices a los que se engaña con mucha facilidad y que, para colmo, son incapaces de ponerse de acuerdo en alguna represalia efectiva.