Sobre la nostalgia
Santa Cruz de Tenerife
Cuando Franco murió en su cama, después de 40 años de Gobierno sin críticas públicas que trascendieran, todos creímos que había llegado el momento del gran cambio. Costó mucho más trabajo, esfuerzo y muertos de lo que hoy se cuenta, pero el cambio llegó, y a España no la reconocía ya ni “la madre que la parió”.
Creímos que había ocurrido por ganar la democracia, pero más o menos las mismas cosas acabaron por pasar en todas partes, donde había libertad y dónde no la había, también. El mundo se fue volviendo cada vez más complejo y complicado, y la ilusión dio paso al cansancio cuando no a la decepción. Nadie nos había preparado para algo tan distinto de lo que creímos que íbamos a vivir.
Es verdad que pasaron buenas cosas: comíamos y vestíamos mejor, podíamos hablar en voz alta de todo, empezamos a viajar, cayó el muro en Berlín… Pero también ocurrían malas cosas: las familias dejaron de ser cómo eran, nuestras calles y plazas se llenaron primero de gente sin trabajo y luego de gente que venía de otros sitios buscándolo, nos enteramos de que los políticos nos roban y de que lo habían hecho siempre, dejamos de ser primero una nación que veía junta la tele, y luego descubrimos ser incapaces de hacer casi cualquier cosa juntos, porque ya éramos una nación de naciones, un país de gente diferente y enfrentada, gente que pensaba y sentía distinto sobre casi todo, y que incluso se odiaba por ello.
Y fue entonces cuando descubrimos que habían pasado por nosotros más años de los que pasó Franco en El Pardo, y éramos todos mucho más viejos, y no habíamos hecho casi nada realmente bien. Sólo gastar nuestro tiempo, achicharrar una a una nuestras ilusiones, entregarnos al consumo y sus liturgias y decirnos que eso era vivir.
Nos queda esta nostalgia de ancianos acongojados, ante un futuro que no entendemos porque ya no nos pertenece. Y es de lo poco que aún podemos defender…




