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Sobre Olarte

EL ENFOQUE 5 FEBRERO

EL ENFOQUE 5 FEBRERO

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Hay un tiempo de la vida en el que la muerte de la gente que conoces se va haciendo persistente y pegajosa. No puedo decir que la de Olarte fuera una sorpresa, porque su última crisis la había convertido en un acontecimiento tan certero, que pasamos varios días esperando que ocurriera. Y al final, pasó. La muerte de los demás –sobre todo de los demás con los que hemos compartido partes de nuestra vida- te conmueve y zarandea, te remueve por dentro. La de Olarte, un político de los de antes, infatigable, con un agudo sentido del riesgo, listo, hábil, nacido para el oficio, orador peleón, un personaje con pocas cautelas y reservas, me ha devuelto el recuerdo de mis mejores años en este oficio, que fueron los últimos ochenta y primeros noventa, cuando la democracia y el estado de las autonomías se consolidan en España.

Conocí muy bien al Olarte de entonces, un político ya bragado en mil trajines y derrotas, histriónico, divertido y rabiosamente vital, un tipo que sabía ser fullero y tramposo, pero también cordial, seductor y apasionado. Uno de esos políticos que es mejor mirar desde la distancia. Después de una brillante carrera, en 2003 consumo su destierro del poder, devorado políticamente por sus segundos, e inicio un triste recorrido por el fracaso, convertido en un político sin alma propia, candidato cambiante de otros, ofuscado por la oportunidad perdida y la certeza de haber sido apuñalado por la gente en la que había confiado. Siempre pasa así, pero él no logró encajarlo.

Vivió los últimos veinte años negándose a ser él mismo. Murió apenas unas semanas después de que Fernando Clavijo aprobara un salario para los ex presidentes, diseñado para sacarle de la indigencia. La política no perdona ni a los más listos el exceso de confianza. En 1999, Olarte se puso en manos de Julio Bonis y Román Rodriguez, y le pagaron haciéndole purgar en solitario el soberbio pecado de Tindaya, como si ellos no hubieran tenido absolutamente nada que ver... Román asistió ayer al entierro. Se le pudo ver, en absoluto compungido.

 

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