Sobre los muertos que nos enfrentan

Hay un viejo refrán que asegura que dos no se pelean si uno no quiere. Pero cuando se pretende aplicar colectivamente, cuando nos referimos a dos grupos, naciones, clases, partidos, periódicos, colectivos, el dicho resulta rotundamente falso: para que salte el conflicto entre dos basta con que uno se exceda. La historia demuestra que a la imposición sigue casi siempre la respuesta de autodefensa, y que ésta deriva en nueva agresión y respuesta a esa nueva agresión. Los grupos sociales, los proyectos colectivos, no suelen poner la otra mejilla: entran en conflicto, y –en condiciones similares-, el conflicto se convierte en una guerra inacabable, un torrente continuo de afrentas y destrucción, que se lleva por delante todos los puentes y ahoga las buenas intenciones. En esos conflictos disgregadores, el uso común de símbolos comunes se sustituye por la apropiación simbólica y la instrumentalización –a veces banal, otras mezquina y dolorosa- de lo que resulta más sagrado.
En la etapa que se inicia, perdidas ya todas las referencias conciliadoras, toca ahora sacar partido a los huesos de los muertos más queridos, que son los que permanecen perdidos. Los muertos de los pozos y las cunetas, las tapias de los cementerios y las fosas comunes, los del abismo del olvido, que reclaman aún algunos ancianos familiares. Incluso esos muertos –que lograron ser los de todos, fueran de uno u otro bando las balas que acabaron con ellos- se utilizan para levantar una nueva oportunidad de división, encanallamiento y enajenación colectiva. Malditos sean todos los que –sin pudor ni decencia- vuelven a usar los muertos de la nación, para enfrentarnos aún más. De nuevo.
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