Sobre la estupidez

Vivimos tiempos de estupidez. No una estupidez pasiva, sino activa, militante, que se manifiesta, convoca, lanza comunicados y se encadena a los árboles, aunque se estén cayendo a pedazos.

En Santa Cruz, el Ayuntamiento ha decidido talar en La Rambla 25 laureles de indias enfermos y peligrosos. Árboles que serán sustituidos por nuevos ejemplares. Es una medida técnica, avalada por informes. Pero bastó el anuncio para que surgiera otra plataforma ciudadana, con nombre poético y causa vaga, que ha convocado una protesta. ¿Por qué? Porque protestar, hoy, se ha convertido en un fin en sí mismo.

No importa que los árboles estén podridos, ni que los expertos avalen la actuación. La protesta es inevitable. Como si cualquier decisión pública mereciera rechazo por principio. Como si la razón no importara.

Nuestra sociedad confunde civismo con histrionismo, y crítica con virtud moral. Hoy se exige sin reflexión, se denuncia sin evidencia y se reivindica sin lógica. Se reclama participación, pero se desprecia el conocimiento. Se idealiza el activismo, pero se eluden las consecuencias de lo que se defiende. No se trata de árboles. Se trata de salir en la foto, de tener causa, de sentirse protagonista de la película que uno mismo se monta. El civismo ya no consiste en asumir responsabilidades ni en razonar colectivamente, sino en oponerse a todo, en convertir cada decisión en una pelea heroica y absurda.

Todo vale con tal de destacar. No importa saber: basta con figurar. Lo que se defiende da igual; lo que importa es significarse. Y así se infantiliza la política, se deslegitima la técnica, y se convierte cualquier decisión en una guerra moral. Pero no todo el que protesta tiene razón. Ni todas las causas son nobles. Y no hay heroísmo alguno en obstaculizar lo necesario solo porque el mundo no sea tan perfecto como desearíamos.