Sobre los límites de Canarias

La tercera manifestación bajo el lema “Canarias tiene un límite” ha vuelto a sacar a miles de personas a la calle. Según la Delegación del Gobierno, fueron unas 23.000 en total; los convocantes aseguran que solo en Santa Cruz de Tenerife había 90.000. La diferencia es tan desproporcionada que confirma una tendencia clara: ya no se discuten los datos, se impone el relato. Pero más allá de cuántos fueron, lo importante esta vez ha sido el tono.

El movimiento se ha radicalizado. No solo en las consignas —más duras y agresivas—, sino también en los discursos: se ha anunciado que, si no se escuchan sus demandas, se boicotearán actos públicos y se llevará a los tribunales a quienes tomen decisiones contrarias a sus postulados. Lo primero suena a escrache. Lo segundo, aunque legítimo, anticipa una mayor judicialización del conflicto social.

Mientras tanto, la política institucional parece moverse entre el miedo y la confusión. Rosa Dávila, que se ha acercado a algunas de las propuestas del movimiento, fue una de las más atacadas. Clavijo tampoco salió mejor parado. Intentar apaciguar sin explicar no convence a nadie. Porque el problema es de fondo. Las propuestas van desde una ley de residencia hasta una moratoria turística total, pasando por ecotasas y la recuperación de la soberanía energética. ¿Cómo se aplican esas medidas en una región con recursos limitados, que depende del turismo y que no ha logrado jamás plantear alternativas viables?

Las protestas son legítimas, no son el problema. El problema es que gobernar exige otra cosa: claridad, responsabilidad y capacidad para decir la verdad. Ni todo es posible, ni lo que es posible se consigue sin tiempo, legalidad y consenso.

Canarias tiene un límite, sin duda. Pero también tiene un presente difícil y un futuro que no puede improvisarse siguiendo a las pancartas. Gobernar es gestionar los límites, no solo sumarse interesadamente a quienes los denuncian.