Sobre lo de Gustavo Matos
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El enfoque de Francisco Pomares
Cada vez es más habitual que una sospecha se convierta en sentencia cuando alguien la filtra con esa intención. Una conversación en la que un político rechaza una oferta de soborno, puede acabar siendo presentada como prueba de connivencia con el crimen organizado. Esa es, en resumen, la historia de lo que le ha ocurrido a Gustavo Matos, expresidente del Parlamento de Canarias, convertido en objeto de linchamiento público sin que pese sobre él acusación formal alguna.
Todo parte de un nombre que ya no pasa desapercibido: Mohamed Derbah. Empresario del sur de Tenerife, bien relacionado, vinculado a clubes cannábicos —un negocio legal pero opaco— y detenido hace unas semanas acusado de tráfico de drogas, blanqueo de capitales y cohecho. La investigación es compleja, con muchas zonas oscuras, y en ella aparece de fondo una guerra entre policías enfrentados, uno de ellos implicado en el caso Mediador, y el otro en un delito de género.
En ese contexto, se produce una reunión entre Matos y Derbah. El primero ya no era presidente del Parlamento; el segundo, aún no tenía causas judiciales. Le pidió ayuda para entender por qué la policía lo acosaba, y Matos, según las grabaciones filtradas, le escuchó, se mostró dispuesto a hacer alguna gestión… y rechazó con firmeza cualquier intento de compensación. La conversación fue filtrada a un periódico nacional, que la convirtió en “el vínculo entre un político canario y un narco”. Así, sin pruebas ni matices.
¿Debió Matos asistir a esa cita? ¿Fue prudente al hacerlo? Es bastante discutible. Pero convertirlo en cómplice de un delito por reunirse con alguien aún no acusado de nada, y a quien rechaza enérgicamente cualquier tipo de compensación, parece injusto.
Este no es un caso aislado. Es un reflejo del clima que vivimos: el de la sospecha como condena, el del escándalo como arma política, el de la cultura de la cancelación como herramienta de destrucción. Basta con que algo “huela mal” para que alguien acabe destruido. No se trata de defender a nadie. Se trata de defender algo más básico: el derecho a que los hechos se analicen con justicia. Y el sentido común.
Tal vez lo que más molesta de este asunto es que desvela las grietas de nuestro debate público. La fragilidad de nuestras garantías. La rapidez con la que una acusación sin prueba se convierte en sentencia. Y lo fácil que resulta destruir a alguien en un entorno donde la moral se mide en clics y la justicia se improvisa en las redes. Vivimos tiempos en los que basta con conocer al sospechoso equivocado para ser declarado culpable. Y eso —más allá de Matos, más allá de Derbah— es lo que de verdad debería preocuparnos.




