Las estrechas calles de la vida

Santa Cruz de La Palma

De haberse muerto ya sería una heroína. Elevada a categoría intachable por llevarse con ella a una hija discapacitada, -la pobre, que no podía expresar ni siquiera su dolor-. Por el contrario, si no hubiera tomado una decisión tan terrible, si hubiera resistido tal y como estaba, le habrían dado el título de gran cuidadora. Una madre abnegada: una heroína. Una madre muerta: una madre perfecta.

El tercer camino es el peor: sobrevivir a su hija. Y con ello, al inimaginable dolor que habrá sentido al abrir los ojos otra vez. En el hospital, custodiada por la policía, acusada de homicidio y juzgada por gente que jamás estuvo en su lugar.

Me la imagino buscando a tientas la última mirada de su hija, empapadas en llanto, con la esperanza de haber llegado a un lugar más habitable. Un sitio sin duchas de agua helada, ni monstruosos cuidadores que le restriegan sus propias heces por la cara.

Pero no, salió mal. Seguirá en este mundo inhumano que durante años intentó remendar, a ahorcajadas, hasta que se cansó. Y esta vez será peor: estará sola y será culpable, porque su hija ya no está y ella sigue aquí, en la diana de todos los odios que se conjuran sin saber que cada quien tiene sus razones, insoportables razones que nos empujan a lugares aterradores.

¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué empuja a una madre a interrumpir la vida de su hija y después intentar morirse con ella? ¿Acaso nadie escuchó sus interminables gritos de auxilio?, ¿sus demandas de amor y de justicia?, ¿sus gritos de desesperación?

Por supuesto que no. El último, dos días antes de inducir presuntamente la muerte de su hija e intentar suicidarse después, escribió: "Las calles se han hecho más estrechas y hay que abrirlas con las manos". Como siempre, esta vez, tampoco nadie la escuchó.