Aránzazu Gutiérrez, trabajadora social: "No hay ser humano que pueda sostener 130 menores"
Denuncia el colapso del sistema de protección a la infancia en Canarias y relata desde dentro la realidad de las menores tuteladas, la violencia sexual y un operativo al límite

Entrevista a Aránzazu Gutiérrez Batler, trabajadora social y especialista en violencia de género
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Las Palmas de Gran Canaria
Aránzazu Gutiérrez lleva catorce años desempeñando su profesión como trabajadora social y, después de todo ese tiempo acompañando a infancias, familias y colectivos en situación de extrema vulnerabilidad, siente que ya no podía seguir guardando silencio. Su libro Todo lo que no ves nace, precisamente, de esa necesidad de contar. “Consideré que ya era hora de poner voz y de narrar tantas historias a las que hemos dado la espalda”, explica. Historias que, aunque forman parte de nuestra realidad cotidiana, muchas veces “la sociedad obvia, ignora o directamente quiere ignorar”.
Desde su experiencia profesional, Gutiérrez asegura que existe una parte de la realidad social que permanece invisible. “A través del acompañamiento a tantas infancias y familias entendí que hay otra realidad que también existe y que está alrededor de nosotros”. Ordenar todo ese conocimiento, convertirlo en relato y hacerlo comprensible fue el reto. “Creí que podía transmitirlo de manera ordenada y así lo hice. Parece que el mensaje está calando y se está entendiendo muy bien”.
En la última década, Canarias ha sido escenario de algunos de los casos más mediáticos relacionados con la explotación sexual de menores tuteladas por la administración. Casos como 18 Lovas, Íncubo o la Operación Tritón han sacudido a la opinión pública. “Tremendas son todas las historias de cada uno de los niños y niñas que acaban en los hogares de protección”, afirma con rotundidad. A su juicio, el foco suele colocarse en el lugar equivocado: “Muchas veces parece que se pone más el foco en el perfil de los agresores que en esas niñas explotadas o abusadas”.
Ella misma ha vivido situaciones muy similares que nunca alcanzaron notoriedad mediática. “Sí, he vivido casos parecidos que no han tenido tanto renombre, pero que no han dejado de ser casos en los que se ha explotado a menores”. Uno de ellos ocurrió poco después de que estallara el caso 18 Lovas. Tras meses de seguimiento exhaustivo de una menor, observando quién la recogía, anotando matrículas, visitando fincas alejadas de la urbe y viendo “a los señores que las rodeaban, bueno, señores, esos tipejo,”, decide dar el paso. “Después de ver tantas cosas, de compartir con ella, decidimos interponer denuncia”.
“Siempre lo digo: se me tiró de las orejas en ese momento, poco menos que intentaron que no interpusiera la denuncia, pero yo consideré que era mi labor y así lo hice”. Recuerda con nitidez aquel día en la comandancia. “Cuando empecé a dar datos concretos, cerraron la puerta y me dijeron: ‘Uf, aquí hay tema’. Fueron dos horas de denuncia, con muchos lugares, direcciones, matrículas, muchos datos”. Meses después, se destapó una red de prostitución en la isla. “No con tanto renombre como 18 Lovas, pero con las mismas niñas también explotadas sexualmente”.
También es especialmente crítica con la forma en la que se abordó mediáticamente aquel caso. “Me pareció curioso cómo se despeja el foco. En el titular se hablaba de una red gestionada por ex-hombres y una mujer, y hacían referencia a esa mujer”. Esa mujer era, en realidad, “la madre de una de las niñas, con un problema de drogodependencia absoluto, otra mujer vulnerable”. Mientras tanto, “se quitó el foco de los principales culpables o responsables de todo esto”.
Para la autora de Todo lo que no ves, el problema es estructural. “Desde que ejerzo mi profesión lo que he visto siempre es un desbordamiento brutal”. Actualmente, asegura, la Dirección General de Protección a la Infancia cuenta con hasta 21 técnicos de baja por sobreesfuerzo. “Cada técnico está atendiendo casi 130 menores. Evidentemente, a partir de ahí todo falla. No hay ser humano que pueda sostener eso”. Con esas ratios, dice, “es imposible atender o proteger de manera real a tantos menores con una multiproblemática tremenda”.
“El acceso a tanta desinformación, la falta de comunicación real, las redes sociales, el acceso a la pornografía desde tan pequeños… poco bien está haciendo a las infancias”. Una realidad que ya se traslada a los centros educativos. “Esto está llegando a los institutos, a los colegios”.
Desde su trabajo actual en una concejalía de Igualdad, confirma que los casos de violencia sexual y de género entre adolescentes son constantes. “Prácticamente cada semana hay institutos que se ponen en contacto con nosotras para coordinarnos por casos de violencia sexual y violencia de género con chicos y chicas muy jóvenes”. Existen protocolos de suicidio, bullying o acoso, pero se pregunta: “¿Qué está pasando? Porque por mucho protocolo que se abra, no existe personal suficiente ni recursos suficientes para hacer una intervención real”.
También acompaña a menores que están dentro del sistema VioGén. En la mayoría de los casos, explica, los agresores “suelen ser relaciones entre iguales, del instituto o de su entorno”. Denunciar resulta especialmente difícil. “Como jóvenes les cuesta mucho asumir que están sumergidas en un proceso de violencia de género, y si no se sienten amparadas por sus redes de apoyo, no se atreven a dar ese primer paso”.
La situación se vuelve todavía más compleja en el caso de las menores que viven en hogares de protección. “Las chicas que llegan a esos hogares ya llegan después de un recorrido previo de normalización de la violencia en sus familias”. A eso se suma el retraso en la intervención institucional. “A lo mejor se propone el desamparo y aparecen en los hogares cinco o seis años más tarde”. Llegan, además, “sin ningún tipo de perspectiva de futuro. No visualizan, no proyectan. Sobreviven”.
Y en ese contexto, caer en una red de explotación resulta más fácil. “Si viene un tipejo y les ofrece cualquier cosita que les haga sentirse mejor, ellas tampoco lo ven tan descabellado. Ellas solo quieren sobrevivir”.
Aun así, Aranzazu Gutiérrez se resiste a terminar el relato sin esperanza. “Pocas, pero las hay”. Recuerda el caso de una joven migrante, huérfana de madre, ignorada por su padre y que salió del sistema de protección a los 18 años sin documentación regularizada. “Ahí ya falló el sistema”, reconoce. Sin embargo, gracias al apoyo desinteresado de vecinas y vecinos que la acogieron, hoy esa joven ha estudiado, trabaja y se está formando como trabajadora social. “Está muy feliz, muy contenta”.
“Por tanto, hay esperanza, sí”, concluye, “pero hace falta apoyo”. Y, sobre todo, mirar de frente todo eso que, como sociedad, seguimos sin querer ver.




