La mirada incómoda

Albacete

Ya estamos de vuelta. Parece que hubiera pasado mucho más tiempo y sólo han sido tres meses desde que apareciera en estos micrófonos para despedirme de ustedes. Agradecido a la Cadena Ser por ofrecerme, de nuevo, esta tribuna privilegiada desde la que hacer oír mi voz de historiador y con el objetivo de despertar en ustedes una reflexión crítica, emprendo esta nueva singladura con la sensación de no haber sabido elegir bien el tema de mi columna. Y verán que no es precisamente por falta de posibilidades.

No quiero abrumarles, pero es que este verano hemos asistido con vértigo a una gran cantidad de acontecimientos que vamos digiriendo con pasmosa normalidad sin dejarnos caer en una profunda depresión, o eso, al menos, es lo que parece, aunque pienso que al final todo esto pasará factura y dejará una sociedad todavía más traumatizada y con muchas dosis de resignación, o quien sabe si de reinvindicación.

En EE.UU, todavía sorteando el legado de Trump, se asiste a una radicalización política tremenda en un contexto de democracia claudicante, sobre todo, como consecuencia de algunas decisiones judiciales que tienen que ver con la pérdida de derechos civiles. Es el caso de la constricción del aborto o las decisiones sobre el uso de las armas, pero también de corte medioambiental.

En la India, en plena celebración de los 75 años de su independencia, su líder, Narendra Modi, ha emprendido una campaña de incitación al fervor nacional con un país de 1.380 millones de almas que se precipita hacia una democracia étnica que en la práctica favorece a una mayoría hindú que percibe a las minorías como una amenaza. Y todo esto en un contexto en el que no se toman medidas contra la brutal desigualdad material y social que arrasa su sociedad.

En Afganistán se ha celebrado con pompa y boato, o más bien con elevadas dosis de violencia, el primer año de recuperación del Estado por parte de los talibanes, y lo han hecho esgrimiendo el eslogan de “un país en paz”, contra todo tipo de evidencias que ponen de manifiesto la represión contra derechos civiles fundamentales y, en particular, contra las mujeres.

No les voy a recordar la situación en Ucrania porque, a grandes rasgos, todo sigue igual, o peor si prestamos atención a las consecuencias de una invasión que está poniendo de manifiesto las brutalidades de un tirano empeñado en recuperar un pasado que es imposible retomar. En todo caso, lo que si notamos son las consecuencias más duras en Europa, la principal víctima del conflicto, con un reguero de problemas que afectan sobre todo a las fuentes de energía, materias primas y medio ambiente. Con todo, lo que parece afectarnos más es la galopante inflación que está arrastrando cada vez a más gente a situaciones económicas muy difíciles. Al menos parece que las instituciones de la UE están reaccionando y parece haber luz al final del túnel si nos atenemos a la implementación de fondos comunitarios, disposiciones energéticas y medidas de corte político que protegen a una democracia amenazada por el auge del neofascismo en muchos países. Y no me olvido de la pandemia, aunque, por ahora, no podemos hacer de ella total abstracción por mucho que hayan mejorado los indicadores.

Sin embargo, entre todo este elenco de asuntos, lo que parece haber concentrado la atención mundial ha sido la desaparición de Isabel II y los fastos de su entierro. He oído a muchos quejarse y hablar de empacho mediático pero el tratamiento que se le ha dado no deja de sorprender si hablamos de una monarquía, institución ya periclitada, y de una nonagenaria que acumula más sombras que luces en su larga trayectoria, lo cual no ha sido óbice para sumergirnos en una catarsis colectiva que, tal vez, sólo pretendía ahuyentar los verdaderos problemas que tenemos delante.