Opinión

La vocación de enseñar

La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la UCLM, Manuel Ortiz

Manuel Ortiz

La vocación de enseñar

Albacete

A lo largo del siglo XIX una de las principales lacras de este país fue el analfabetismo. “Despensa y Escuela” proponían los regeneracionistas a finales de aquella centuria para sacar a la nación de su abatimiento. A comienzos del XX se decidió crear el Ministerio y se empezó a tomar como una responsabilidad del gobierno esta parcela tan importante. No creo que se pueda discutir la trascendencia de la formación, pero seguramente son mayoría los que nunca se han parado a pensar cómo se prepara el profesorado.

Me van a permitir que utilice mi experiencia profesional para elaborar esta opinión de hoy. Sin pretender entrar en aspectos técnicos, me propongo simplemente llamar la atención de todos ustedes para reflexionar sobre la importancia de dotarnos de un buen sistema que mejore los resultados. Cada vez que hablamos de educación se incide mucho en los presupuestos, las asignaturas, la ratio de alumnos por clase, los recursos de los centros -públicos, privados o concertados-, pero poco o casi nada en la preparación de los profesionales. ¿En manos de quién dejamos la enseñanza de nuestros jóvenes? ¿Reúnen los estudiantes del grado de educación las mejores condiciones para ejercer esta maravillosa profesión? Se trata, sin ningún género de duda, de una actividad que requiere un componente vocacional imprescindible. Mal vamos si los futuros enseñantes llegan al oficio simplemente como una opción con la que ganarse la vida. Con el máximo respeto hacia el resto de las actividades, desde luego, a la enseñanza hay que llegar con muchas ganas y con el objetivo de satisfacer una genuina aspiración personal.

A lo largo de los años he ido viendo pasar generaciones de estudiantes. Algunos, después de mucho esfuerzo, consiguieron la tan anhelada plaza de profesor en un centro de secundaria o de primaria. Lo que más me ha irritado cuando he tenido la oportunidad de hablar con ellos han sido sus quejas por lo ingrato del trabajo, por la escasa atención de los alumnos, por su nula motivación, por problemas burocráticos, etcétera. Y lo que es peor, esas quejas se vertían, en muchos casos, con muy pocos años de experiencia, desde luego no por haber acumulado trienios como docentes. Es innegable que esta actividad desgasta, pero si la ilusión por ir a clase, por enseñar a los alumnos, por transmitir conocimientos y perfeccionar nuestro magisterio con los años no existe, el trabajo se convierte en una carga y los resultados, lamentablemente, repercuten en una merma en la calidad de la propia enseñanza. De nada sirve que aumenten los presupuestos, que mejoren las infraestructuras y los recursos si nuestra profesión no nos satisface, diría más, no nos cautiva. Después de muchos años, créanme si les digo que me considero un privilegiado por ejercer esta preciosa actividad. Me sigue ilusionando estar en contacto con los alumnos, comprobar que, aunque los tiempos van cambiando, mi obligación es adaptarme a ellos y procurar estar a la altura de sus necesidades. Lo fácil es dejarse ir y tirar la toalla porque los alumnos, supuestamente, son mediocres, no tienen interés por lo que les explicamos, etcétera. Nuestra obligación es proponernos cada día qué podemos hacer para hacer lo mejor posible nuestro trabajo.

España tiene pendiente una reforma del profesorado y me consta que se viene trabajando en ello. Me atrevo a sugerir dos cosas. En primer lugar, tendríamos que tomarnos muy en serio esta profesión de la que depende el futuro de todos nosotros. Una buena enseñanza representa la mejor fórmula para el desarrollo personal y colectivo. Hasta la reforma del plan Bolonia, la carrera de magisterio era considerada una diplomatura, tres cursos. Además, a esos estudios se accedía con un simple aprobado en las pruebas de acceso a la Universidad. Aumentar la etapa de formación con asignaturas y prácticas verdaderamente planificadas y coordinadas por expertos sólo puede tener efectos positivos. Si, además, elegimos a los mejores estudiantes, como, por ejemplo, ocurre con Medicina, con total seguridad también mejoraremos el sistema.

La tarea es ingente, pero bien merece la pena.