Vinicius y el atletismo
La firma de opinión del neurólogo, jefe del Servicio de Neurología y profesor de la Facultad de Medicina de Albacete, Tomás Segura
Vinicius y el atletismo
Albacete
Esta semana, muy cerca ya la próxima cita con las urnas, se ha hablado sin embargo más en la prensa nacional del problema de un jugador de fútbol y el potencial racismo de los españoles que de la compra de votos, parece que probada, en algunas ciudades de nuestra geografía. Un hecho sorprendente, pero que sin duda refleja como pocos la importancia social que tiene ese deporte de masas que llamamos fútbol. No en vano, es hablando de fútbol como me relaciono más a menudo con los camareros del hospital cuando bajo al comedor, y discutiendo sobre sus equipos o el mío con mis antiguos compañeros de instituto en el foro de whatsapp. Por eso no es de extrañar que un deporte y una competición, La Liga, tan instalada en nuestra Sociedad, alcance también una enorme importancia en los medios de comunicación.
Pero si nos centramos en el problema discutido esta semana, habrá que reconocer que estamos sacando un poco las cosas de quicio. Uno tiene ya una edad y una experiencia lo suficientemente larga por detrás como para permitirse hacer manifestaciones tan terminantes como esta que a continuación les hago: España no es un país racista. Solo hace falta haber viajado un poco para darse cuenta de que es nuestra patria uno de los lugares donde menos en cuenta se tiene el color de la piel de una persona.
El problema del fútbol no es el racismo, es otro. Ya desde bien jovencito me sorprendía mucho observar en el Carlos Belmonte a personas aparentemente tranquilas y educadas, algunos conocidos, como el tendero del barrio o el papelero de la esquina, profiriendo a gritos improperios contra el árbitro o algún jugador del equipo contrario. Bastaba unos instantes observando a los personajes que se desenvolvían allí abajo para que el espectador captara los defectos o peculiaridades de cada uno e inventara rápidamente algún insulto o parodia que los retratara. Y hay que reconocer que poca gente hay con tanto ingenio insultando como el español, y si no que se lo digan a don Francisco de Quevedo. Si el árbitro corría un poco saltarín, maricona. Si algún jugador contrario ya dejaba ver el cartón pese a su juventud, calvo. Y desde que se liberalizó el mercado futbolístico y empezaron a abundar los extranjeros en nuestra Liga, ha resultado inevitable que si alguno tiene la piel oscura se le llame negro. Pero no se le dice negro porque el que lo insulta sea racista, sino porque es aquello que lo distingue de los demás -en primer lugar- y además porque cree el gritón que diciéndole negro le molesta. El problema no es que los españoles seamos racistas. Es que esos que insultan en los estadios son faltones, y utilizan el fútbol para llamar la atención de los que les rodean, sentirse importantes y calmar las frustraciones de la semana.
Además, el fútbol tiene el problema de su masificación, y no hay nada peor para el hombre que sentirse parte de un rebaño, porque entonces algún reflejo atávico, situado lo más profundo de nuestro cerebro, que seguro tendrá algún sentido biológico, nos lleva a comportarnos de manera irracional y seguidista.
Después, por qué no decirlo, el propio deporte fútbol tal y como ha sido concebido en nuestro país ayuda bastante a esta actitud poco respetuosa. De chaval en Albacete participé en alguna liga local y estaba acostumbrado a que si subías a rematar un corner el defensa central contrario, con cara de pocos amigos te espetara “eh, rubio, como se te ocurra rematar de cabeza al acabar el partido te parto todos los dientes”. O que yo, que solía jugar de lateral -el puesto en el que ponen en la mayoría de los equipos a los jugadores menos brillantes- acabara a menudo el partido con la camiseta llena de salivazos de los familiares del equipo contrario que poblaban el lateral de la cancha. Muchos años después, un poco más crecido, participe en alguna competición de baloncesto, y allí me llamó la atención desde el principio que cuando realizabas una falta personal tú mismo levantabas la mano tras el pitido del árbitro. Finalmente, y cerca ya de mi etapa universitaria decidí pasarme al atletismo. Es un deporte minoritario y sacrificado, pero se me daba mejor que el fútbol y el baloncesto, y además, mientras corres, puedes escuchar los gritos de ánimo y el aliento del público, el de tu equipo y el foráneo. Y cuando llegas a la meta los que te han precedido están esperando para darte la mano. Por eso aún hoy, a mis cincuenta y seis, sigo practicando el atletismo. Allí nunca he oído a nadie llamar mono o negro al que ha ganado. Que, por cierto, casi siempre suele tener ese color.
Buen fin de semana.