Ciencia y Justicia
La firma de opinión del catedrático de Bioquímica y Bilogía Molecular de la Universidad de Castilla-La Mancha, Jorge Laborda
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Albacete
La semana pasada se publicó la alegre y escalofriante noticia, al mismo tiempo, de que, en un país muy lejano —Australia para ser precisos—, una madre, acusada de haber asesinado cruelmente a sus cuatro hijos en un periodo de diez años, de 1989 a 1999, y que, tras haber sido debidamente juzgada, había permanecido encarcelada por ese indescriptible crimen de sangre desde 2003, había sido liberada y eximida de todos sus cargos el pasado 5 de junio. Me perdonarán la expresión, pero: ¡chúpate esa!
Esta noticia suscita al menos dos inquietantes preguntas: La primera: ¿por qué esa madre ha sido liberada ahora?; la segunda: ¿por qué fue encarcelada hace veinte años?
Respondamos primero a la primera de las preguntas. Como seguramente saben, la madre, de nombre Kathleen Folbigg, ha sido liberada y eximida de sus cargos gracias al avance de la ciencia. La secuenciación de su genoma y el de sus cuatro hijos muertos —de los que sorprendentemente se guardaban muestras—, junto con nuevos descubrimientos sobre la función de un gen que regula los latidos cardiacos, revela ahora que los hijos de esta desafortunada australiana —una de las que más cabeza abajo andaba por el mundo— sufrían de defectos genéticos que habían probablemente originado su muerte por causas naturales. No ha resultado fácil que los científicos expliquen y convenzan a fiscales y jueces de que esta era probablemente la razón de la muerte de los niños. Y es que tanto abogados, como fiscales y jueces australianos, —de los españoles no opino—, saben tanto de ciencia, en general, como cualquier influencer de moda y calzado. Uno de los científicos tuvo que dedicar cinco horas y una considerable paciencia, para explicar los conceptos científicos más elementales de modo que estos buenos y doctos señores pudieran, por fin, comprender y aceptar la evidencia científica.
La segunda pregunta, por qué la señora Folbigg fue encarcelada hace veinte años por un crimen que no cometió, es más difícil de responder. Se supone que en los países civilizados no encarcelas a nadie si existe una duda razonable acerca de la posibilidad de que haya cometido un crimen, y más tan horrendo e irracional como matar a tus hijos, cuatro, nada menos, de los que te has tenido que quedar embarazada uno por uno. En mi ignorancia de estos temas, supongo, no obstante, que esa duda razonable en el caso de la señora Folbigg no existió, es decir, la acusación contaba con pruebas más allá de la duda que demostraban que esa madre había asesinado a sus cuatro hijos. Por ello, que se descubra ahora que sus hijos sufrían de defectos genéticos capaces de acabar con sus vidas no debería impactar en absoluto en las pruebas que condujeron a encarcelar a esa desdichada madre hace veinte años. Vale, los hijos tenían una grave enfermedad genética. ¿Y qué? Aquí siguen estando las pruebas irrefutables que confirman que los mató. Pues bien, esas pruebas no eran, al parecer, tan sólidas, desde luego mucho menos rotundas que veinte años de cárcel.
El sufrimiento de esta madre, que un defectuoso sistema de justicia infligió y al que la ciencia ha puesto fin, es indescriptible. Tal vez desde este inmenso sufrimiento podamos rescatar la lección de que es siempre conveniente intentar comprender, escuchar y hacer caso a la ciencia, a medida que esta avanza, porque es ella la que nos revela la realidad del mundo que nos rodea, y también la realidad de nuestro mundo interior.
Aprovecho que esta es mi última firma de opinión de la temporada para agradecer a todos los oyentes su atención y desearles un magnífico verano.