Convencidos a regañadientes
La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz
Convencidos a regañadientes
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Albacete
Es difícil no admitir que la vida política española discurre por una alarmante crispación que, por fortuna, se concentra en las élites de los partidos políticos y no termina por permear a la sociedad civil, aunque, tanto va el cántaro a la fuente que al final se romperá. Como historiador del presente me ha resultado descorazonador la utilización de la guerra en Gaza como tema con el que las derechas españolas arremeten contra un gobierno en funciones que trata de alcanzar acuerdos con distintas fuerzas para su investidura.
Hace sólo siete años que, con el apoyo de 319 votos, se aprobó una proposición no de ley que instaba al gobierno de Mariano Rajoy a reconocer como estado-nación al pueblo palestino, en la línea que venían marcando los tratados internacionales, la ONU y la UE, especialmente desde los acuerdos de Oslo de 1993. Lo ocurrido en la Franja desde el 7 de octubre ha impulsado a las derechas contra el gobierno de coalición por una supuesta complicidad con el terrorismo de Hamás. Pero el conflicto que late detrás de esta última escalada viene de lejos. La misma declaración del Estado de Israel en 1948 aventuraba tiempos difíciles entre árabes y judíos. Sólo con un mínimo conocimiento de largo plazo del problema se puede hacer una valoración apropiada. Por demenciales que sean los atentados perpetrados en territorio judío, no podemos dejar de exigir la aplicación de los acuerdos y el derecho internacional. La crisis de Suez en 1956 supuso la primera merma en el territorio adjudicado a los palestinos por parte de Israel. Luego vendría la guerra de los seis días, 1967, y la del Yom Kippur en 1973, por mencionar sólo los momentos de máxima tensión de la guerra fría que desembocaron en la primera ocasión para la paz en Camp David, 1978, que en realidad acordaron Israel y Egipto. Después de un largo periodo de aparente calma llegarían las dos Intifadas, la primera, hasta cierto punto no violenta, en 1987 y la segunda, con un saldo dramático de atentados entre 2000 y 2008. Por el camino, un reguero de asentamientos judíos en Cisjordania desde 1967 que llevaron a más de 350.000 judíos a ocupar enclaves privilegiados que solo han crecido con los años y que, en 2019, los EE.UU. dejaron de considerar ilegales. Así, hasta la partición del necesario estado palestino con una zona, la arrasada Gaza, en la que se han hacinado más de dos millones de personas en miserables condiciones de vida que, por otro lado, han radicalizado a muchos de ellos y los han echado en manos de Hamás.
En la actual política nacional, dominada por la manipulación y la desinformación, todo parece valer para insistir en la supuesta ilegitimidad de un potencial gobierno presidido por Pedro Sánchez. La todavía desconocida Amnistía ya no parece suficiente para descalificar al “enemigo”. Se da por hecha y asumida por un electorado que, según la mayoría de los sondeos, no penalizaría a sus impulsores. Valoran más su capacidad de gestión y negociación y su fuerza para evitar la victoria de una derecha radicalizada apoyada por Vox. El principal problema de este país, desde hace ya décadas, es la cuestión territorial y parece obvio que, en general, ha mejorado con el gobierno de coalición si pensamos en el otoño de 2017. Entonces, fracasaron dos maneras de hacer política: la del gobierno central y la del catalán con un independentismo que cometió el grave error de emprender la vía unilateral. Los indultos aprobados hace sólo unos meses tuvieron la virtud de recuperar para la vía democrática a uno de sus impulsores, ERC. Ahora, con medidas de gracia políticas que inciden en la mejora de la convivencia se podría conseguir recuperar a la fuerza representada por un Puigdemont que, efectivamente, alimenta las emociones más negativas. Una gran mayoría de ciudadanos, también catalanes, tenemos que esforzarnos por digerir con grave incomodidad una medida política como la amnistía, no es la primera vez, que puede servir para incorporar a la senda democrática al independentismo más radical que, aunque ha perdido peso, es capital para evitar unas nuevas elecciones que no representan la mejor opción.