Hola, hija
La firma de opinión de la periodista y presidenta de la Asociación de la Prensa de Albacete, Loli Ríos Defez
Hola, hija
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Albacete
“Hola, hija” fueron las últimas palabras de mi madre. Seguramente, también fueron las primeras que yo escuché cuando salí de su útero hace exactamente 48 años. Se ha terminado así de cuadrar el círculo que nos ha mantenido amarradas toda la vida.
“Hola, hija”. No volvió a hablar. Murió seis días después.
Hubo un desgarro profundamente doloroso cuando se rompió la amarra y se cortó definitivamente el cordón umbilical que me unió a su placenta, primero, y a mi propia existencia, después. A través de él me llegaba el alimento y el aire cada día, en cada etapa. Su risa, de la que me contagiaba hasta las lágrimas en las sobremesas, fue la proteína fuente de energía. Su generosidad, su adorable ternura, su infinita bondad, su gran fortaleza, su amor… (su incondicional amor)…, fueron el oxígeno imprescindible para respirar.
Mi madre era sociable, simpática y con un sentido del humor del que presumíamos sus hijos. Inventaba palabras para nombrar lo que alguien ya había bautizado con un nombre endemoniadamente dificultoso: el Decartón, el Miramar, o, el mejor: Fernando Alfonso… Nos reíamos a carcajadas y ella se unía, aunque nos regañaba: “Cómo os reís de vuestra madre”. La misma frase que utilizó el día que le quisimos hacer creer que mi padre, después de pasar por el quirófano donde sustituyeron su rodilla por una prótesis, había adquirido poderes y era capaz de abrir con la mente las puertas del pasillo del hospital Perpetuo Socorro. “¡Idos a la mierda!”, nos grito descacharrada. Porque ella era muy educada pero qué gusto le daba un “vete a la mierda” con la boca bien llena.
Sus despistes eran igual de antológicos. Como el día que fue a la peluquería con sus zapatos negros (“Uy!, me he puesto los zapatos negros”)… pero también con los rojos (“Uy, pero si me he puesto los zapatos rojos”). Con los dos pies en alto, se dio cuenta de que llevaba dos zapatos distintos cuando ya tenía la cabeza llena de rulos debajo del casco del secador. Lejos de avergonzarse, lo compartió con el resto del pequeño local tronchándose de risa. O cuando se puso una chapa con el dibujo de una hoja de marihuana que encontró por algún cajón. El tendero del barrio le dijo con socarronería que era muy moderna y ella le explicó que esa hoja tan bonita era igual que las de las dos macetas que tenía en la terraza y que mi hermana había plantado asegurándole que era cáñamo ornamental.
Mi madre buscaba y encontraba un remedio para todo. Ideaba soluciones simples que facilitaban la vida. Lo que mejor se le daba eran los arreglos con gomas elásticas: que había que cerrar una bolsa empezada de patatas fritas, una goma; que se salían los casilleros del pastillero de mi padre, una goma; que se rompía el palo de madera de la mano para rascarse la espalda, una goma; si vas a su casa, te encuentras gomas por todas partes. Y, si abres un armario de la cocina, te caerá encima una bandeja de corcho de las que usan en la carnicería para colocar la carne cortada. Ella era especialista en fregarlas para darles un segundo uso. Una práctica que mi hermana odiaba porque siempre era a ella a la que se le caían en la cabeza. Igual que los cientos de miles, sin exagerar, de recipientes de plástico que acumulaba y que transformaba en táperes: grandes, medianos, pequeños, más pequeños que los pequeños, más grandes que los grandes, más medianos que los medianos. Todos, siempre, también, se le caían a mi hermana en la cabeza.
Mi madre fue precursora de la economía circular. Nacida en la postguerra, aprovechar no era una cuestión de conciencia sino de supervivencia. La lucha por esa supervivencia fue el origen de la frase “¿tienes una bolsica?”. Se la dirigía al camarero de algún bar al que mis abuelos nos habían invitado a comer. Mucho antes de que estuviera bien visto llevarse las sobras de los restaurantes con estrella Michelín, mi madre avergonzaba a su hijo pequeño y a sus insoportables hijas adolescentes llenando esa “bolsica” con el arroz que había sobrado para su “perreta pekinesa”.
Mi madre era una mujer muy inteligente y con una memoria prodigiosa. Algún dios envidioso se la quiso arrebatar los últimos años de su vida, pero ella supo esconder un trocito. A pesar de que la demencia severa que padecía estaba en la cúspide de su destructiva carrera, mi madre era capaz de recordar los 36 poemas de la “Tómbola de las plantas” que mi abuelo le regaló hace más de 70 años. El juego, cuidadosamente conservado desde su niñez, tenía unas fichas de cartón con plantas pintadas por una cara y un pareado escrito por la otra: “La pita mediterránea… crece verde y espontánea”, “El lirio de agua en macetas… sugestiona a los poetas”. Solo rindió la memoria a la muerte.
Se cortaron las amarras, sí, pero, si veis algo bueno en mí, eso es de mi madre. Y también de mi padre. Esas dos buenas personas.
Adiós… mamá.