Política, oratoria y decoro parlamentario
La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz
Política, oratoria y decoro parlamentario
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Albacete
Inauguramos una nueva legislatura en un clima alarmante de crispación política. Lo peor es que el fenómeno se está enquistando y es global. Mucho tiene que ver con esto el auge de los populismos y de la derecha radical. Un síntoma significativo de esta deriva son las intervenciones de nuestros tribunos en las cámaras de representación popular. La última vez que el CIS preguntó por la valoración del Congreso, en 2017, un 82% decía confiar poco o nada en sus representantes, un porcentaje que había crecido más de 30 puntos en una década. ¿A quién le beneficia? ¿No será que con su teórica defensa se pretende socavar la democracia?
El Congreso es el lugar donde reside la soberanía nacional y donde el debate y la palabra debieran ser los protagonistas. Según nuestro DRAE, oratoria es el arte de hablar con elocuencia. La oratoria pretende convencer a las personas para actuar de una determinada manera; para que tomen una decisión o para que adopten una posición ideológica. De todas sus formas posibles es la política la más amplia, como instrumento vivo de la propagación de las ideas, en un contexto de pluralidad ideológica, amplificado por su difusión en los medios de comunicación y hoy también a través de las redes sociales. Decía Romanones que “los discursos sin contradictor en realidad no son sino sermones; sermonear es más fácil que discutir, porque es solo dogmatizar”. Y todo ello con un imprescindible respeto institucional y personal. La oratoria parlamentaria es una base fundamental del quehacer de nuestros políticos en tanto representan la soberanía nacional. Las crónicas del siglo XIX cuentan que las tribunas del Congreso se abarrotaban para escuchar a Emilio Castelar. Ahora las tribunas nunca se llenan y de los discursos se destacan frases de 20 segundos para las redes sociales. Ya no quedan oradores de prosa brillante y citas apropiadas, se valoran más los golpes de efecto o la contundencia en la réplica, aunque eso suponga un coloquialismo excesivo cargado de agresividad verbal impropia de las Cortes. Por cierto, en el Reglamento del Estamento de Procuradores de 1834 ya se recogía que “no se permitirá leer ningún discurso escrito” y el Reglamento del Congreso de 1847 decía literalmente que “todo discurso se pronunciará de viva voz”.
En los últimos años el tono dialéctico se ha vuelto particularmente brusco y tosco, con insultos de por medio, aunque las añoranzas de un pasado siempre teñido de gloria tampoco son una novedad. En 1905 Azorín se quejaba: “Yo no he visto jamás lo que estoy viendo ahora; no hay gobernantes, no hay tampoco en el Parlamento los grandes oradores de antes. Ya no sé adónde vamos ni qué va a ser de nosotros”. Un cuarto de siglo después, en las Cortes Constituyentes de la II República, el periodista Josep Plá echaba de menos a parlamentarios como Cambó, Canalejas, Maura, Romanones o Dato. Vino la Dictadura y durante cuatro décadas se hizo la noche y atrás quedaron políticos como Ortega, Unamuno, Marañón o Azaña.
Ahora bien, lo de ahora presenta caracteres más graves, aunque en estos últimos veinte años podríamos recordar a Labordeta, diputado por la Chunta Aragonesista, que en 2002 mandó “a la mierda” a los parlamentarios del PP que le increpaban durante su intervención. Dos años después llamó “gilipollas” al diputado Carlos Aragonés. Luego se retractó. En febrero de 2014, durante el debate del anteproyecto de ley del aborto una diputada de Amaiur llegó a decir: “En mi coño y en mi moño mando yo y solamente yo”. Nos consta incluso algún intento de pasar a la acción, como en julio de 2005, cuando Rubalcaba y Hernando protagonizaron un incidente a la salida de la reunión de la Diputación Permanente. En 2013, el Diario de Sesiones del Congreso constató que un diputado del PP llamó “imbécil” y “canalla” a Joan Coscubiela. La trifulca protagonizada por los diputados de Esquerra y las calificaciones de “golpistas” y “fascistas” entre los republicanos y Ciudadanos son otro ejemplo de la tensión y la pérdida del decoro. Hoy España ha alcanzado un nivel preocupante de discurso del odio. Los diputados reconocen que se han deteriorado incluso las relaciones personales. Ese discurso socava profundamente los valores democráticos sobre los que se sostiene nuestra sociedad. Uno de nuestros principales retos es defender que la normalización del discurso del odio provoca la banalización del extremismo, refuerza el odio al “diferente” y genera violencia.
También algunos columnistas han decidido competir por los lectores no explicando las supuestas maldades de las leyes, sino elevando el nivel del insulto. En Abc, Luis Herrero decía que el presidente es “insaciable como la tenia” y “matasiete” y José F. Peláez dice que los militantes del PSOE son “lacayos del amo, siervos de la gleba, genuflexos hasta el esguince”. En El Mundo se ha dicho que Sánchez salpica con “gotitas autocráticas” y que los miembros del PSOE aplauden “con un fervor turbulento como de cervecería muniquesa” porque tienen “conciencias amputadas”. En Voz Pópuli, Félix Madero hizo a Sánchez “rey de la trola, de la trápala, de la volandera, del fraude político, de la paparrucha, del bulo, de la bola, del fraude, de la superchería, de la chamarra y de la treta”. Jiménez Losantos escribía que Sánchez es “cuervo y cobrador del frac”, además de “el mayor traidor desde Vellido Dolfos”, un “patán” que se esconde “al modo de víboras y gusanos”. Carlos Dávila, en Okdiario, tilda a Sánchez de “traidor” que parece un “descuartizador” y lamenta que la sociedad no se tire a la calle a quemarlo todo. Hasta Zoe Valdés, en El Debate, sostuvo que España tiene hoy un “autócrata corrupto”, “zombi” y “patético vampiro”.
La democracia necesita gobernantes competentes y gobernados críticos, pero también requiere como parte del sistema a una oposición que reconozca la legitimidad de quien ha ganado y actúe sin poner en peligro los procedimientos que le permitirían volver a gobernar.