Derechos Humanos y premios Nobel
La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la UCLM, Manuel Ortiz
Derechos Humanos y premios Nobel
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Albacete
Se cumplen 75 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fue el 10 de diciembre de 1948, sólo tres años después del final de la II Guerra Mundial y apenas unos meses desde que se diera el pistoletazo de salida a la bipolaridad derivada de la guerra fría. En realidad, los derechos humanos constituían ya el núcleo central del contrato social entre gobernantes y gobernados y así lo contemplaban todas las constituciones aprobadas desde el siglo XIX. Pero dicho pacto entró en crisis en 1945 cuando se certificó que habían muerto muchos más civiles en retaguardia que soldados en los frentes y que los estados no habían podido proteger a sus ciudadanos. Así, la nueva organización supranacional creada para suplir a la fracasada Sociedad de Naciones, la Organización de Naciones Unidas, nació para garantizar dichos derechos cuando los Estados no pudieran o no quisieran asegurar su vigencia e intervenir en los casos más graves para poner fin a las violaciones cometidas o toleradas por los gobernantes. Se trataba de un mínimo humanitario, universal, común y obligatorio, que todos los Estados deberían respetar. Pero, por desgracia, no llegó a ser una Convención con fuerza obligatoria, sino únicamente una Declaración desprovista de efectos jurídicos.
Ante situaciones como la que vivimos en Gaza estas semanas, donde, con el argumento de la legítima defensa, el gobierno israelí ante los execrables atentados cometidos por el terrorismo de Hamas está llevando a cabo una auténtica matanza de inocentes ciudadanos palestinos, es lógico que la sociedad global se interrogue sobre el papel de la ONU. Sobre todo, cuando se aplica el derecho de veto por los miembros del Consejo de Seguridad que impide la aplicación de sanciones apoyadas por amplias mayorías. A pesar de lo cual, tenemos que seguir confiando en ella como el mejor mecanismo para alcanzar la paz.
En ese contexto, también podemos reflexionar sobre la concesión de galardones como el premio Nobel de la Paz que este año ha recaído en la iraní Narges Mohammadi, representante del movimiento “Mujer, vida y libertad” que vio la luz en 2022 después de la muerte en dependencias policiales de su compatriota Mahsa Yina, que había sido detenida por la policía de la moral por llevar mal colocado el velo. Mohammadi, detenida en su país, acumula 31años de prisión. Es difícil discutir los méritos de dicha mujer y el acierto del reconocimiento por su enorme repercusión mundial en favor de su causa.
El azar ha querido que estos mismos días, haya fallecido Henry Kissinger, Consejero de Seguridad Nacional norteamericano con los presidentes republicanos Nixon y Ford. En 1973 y 74 fue declarado personaje político más popular de su país, a pesar de formar parte del caso Watergate. Se le reconocía así su gestión para que se hubiera alcanzado un pacto diplomático con China y el Nobel de la Paz de 1973. Luego vendría una longeva carrera que lo convirtió en un actor clave que ha marcado el rumbo de la diplomacia internacional durante varios años más. Muchos han querido destacar su condición de erudito profundo y le han catalogado como magistral estratega, hasta el punto de subrayar su excelente sentido del humor. Pero Kissinger no podrá borrar de la memoria colectiva de los chilenos, de los camboyanos, de los bangladesíes o de los timorenses su responsabilidad en la comisión de delitos de lesa humanidad que costaron la vida a cientos de miles de personas. Todo ello, supuestamente, para combatir con total impunidad el comunismo y los intereses estratégicos de su país. La Historia le tiene, por todo ello, reservado un lugar predilecto junto a otros destacados criminales de guerra. Su intervención en tantos países latinoamericanos, africanos o asiáticos donde se han llevado a cabo golpes de estado y se ha arropado y enaltecido a dictadores debería sonrojar a quienes le han despedido con tantos elogios y nos debería de alentar a ser implacables con dirigentes como Putin o Netanyahu, independientemente de que sea más fácil su condena por no ser “de los nuestros”.