Opinión

Napoleón

La firma de opinión del catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Castilla-La Mancha, Nicolás García Rivas

Nicolas Garcia Rivas

Napoleón

Albacete

Desde que se estrenó en España, he visto un par de veces la película “Napoleón”, obra de uno de mis directores favoritos (Ridley Scott), que ha generado opiniones muy contrapuestas: para algunos se trata de una obra memorable, mientras que para otros -sospecho que son mayoría- es una biografía fílmica algo desarticulada y tediosa. Para nada. Es una cuestión de sensibilidades y preferencias. Me interesa mucho el personaje, no sólo el que protagoniza la historia europea. Suele decirse que los grandes dictadores se humanizan cuando están entre las cuatro paredes de su casa, al abrigo de la mirada de sus súbditos. ¡Vaya si se humaniza!: comprobamos que el corso más famoso de la historia atesoraba una dependencia sentimental hacia el alma femenina (madre y esposa) que le catapultaba hacia una erupción volcánica cuando salía a la arena pública. Demostraciones de fuerza nacidas quizá de una abrumadora debilidad.

Los tiempos posteriores a la Revolución de 1789, protagonizados por Napoleón Bonaparte, fueron ricos en innovaciones jurídicas autoritarias. Allí nació el “estado de sitio” político, una invención francesa para asimilar al contrincante político interior con el enemigo bélico exterior. Años después de ese convulso final de siglo, su sobrino Napoleón III utilizó esta institución contra las revueltas de febrero de 1848 en París y pronunció la famosa frase: “hay que salir de la ley para entrar en el Derecho”, o lo que es lo mismo: cuando el poder está en peligro, el Estado de Derecho no puede ser una cortapisa.

Napoleón III había bebido de la doctrina de un español cuya locuacidad barroca autoritaria refulgía en nuestro Congreso de los Diputados: Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas, filósofo político que tanto influiría después en el ideólogo del nazismo Carl Schmitt. Donoso, en su “Discurso sobre la Dictadura” -pronunciado el 4 de enero de 1849- le espetó al diputado progresista Cortina: “El principio de su señoría es el siguiente: todo por la legalidad, todo para la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias…y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades y no las sociedades para las leyes, digo: cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura.”

Paradójicamente, ese César curtido en cuarenta batallas, confesaría en su exilio de Santa Elena que no sería tan recordado por ellas como por haber alumbrado un Código Civil cuya vigencia, doscientos años después, confirma su pronóstico. Ese Código supuso la racionalización de las relaciones jurídicas, abandonando el costumbrismo y la arbitrariedad feudales en las relaciones privadas. Se dijo después que la Revolución había colocado a la propiedad privada (sagrada e inviolable) en el trono vacante por el derrocamiento de la Monarquía. Fue el comienzo de otra época.

De esta obra colosal no se tiene noticia en la película, cuya versión de 4 horas quizá dé cuenta de ella. Algunos esperan que también aparezca nuestra Guerra de la Independencia, que en realidad fue una apuesta por el aislacionismo español y por la perduración de ese sistema monárquico feudal que nos sumergió en un retraso histórico sobre el resto de Europa, representado por el espeluznante grito de ¡Vivan las cadenas!, preludio de la restauración absolutista borbónica.