Historia y Memoria de Carrero
La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz
Firma de opinión | Historia y Memoria de Carrero, por Manuel Ortiz
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Albacete
Diferentes medios de comunicación se han hecho eco del 50 aniversario del atentado que se cobró la vida del almirante Luis Carrero Blanco, junto a dos acompañantes, el 20 de diciembre de 1973. Muchos no sabrán que fue el primer presidente que Franco nombró desde el final de la guerra civil, apenas dos años antes de su propia muerte y obligado por las circunstancias de su enfermedad y de aquella crisis política.
Carrero fue un militar que logró pasar desapercibido y que no estaba entre la camarilla de africanistas que protagonizaron el golpe de Estado contra la República. Sin embargo, fue capaz de construirse una descripción, muy difícil de discriminar entre la verdad y la falsedad, que lo realzaba como austero, valiente, sin ambiciones, habilidoso –para atribuirse méritos de otros y eliminar rivales políticos como Serrano, Fraga o Solís- y, sobre todo, leal a su admirado Franco, del que llegó a decir que “Dios nos ha concedido la inmensa gracia de un Caudillo excepcional a quien solo podemos juzgar como uno de esos dones que, para un propósito realmente grande, la Providencia concede a las naciones cada tres o cuatro siglos”. No se le conocen compromisos en los que no tuviera garantizado el éxito y el beneficio, tal vez, la condición más destacada que compartía con su idolatrado jefe. El mismo describió con mucho acierto su propia trayectoria como principal colaborador del dictador: “la primera victoria de Occidente contra el imperialismo soviético”. Por desgracia, apenas tenemos investigaciones destacadas sobre su trayectoria y acumulación de poder que mejoren la excelente biografía que en 1993 publicara Javier Tusell, en la que el historiador refleja cierta simpatía por el personaje, lo que no le impidió ser crítico con su comportamiento.
De la exitosa fórmula de Carrero para preservar el régimen de los enemigos exteriores, “orden, unidad y aguantar” alrededor del ejército, completada con la mano dura contra los enemigos del interior, tenemos sobradas muestras. En 1951 afirmó que “si en España se sienta como precedente que todo el que sale a la calle a alborotar va a ser recibido a tiros por la fuerza pública, se acabarán los alborotos”. En 1953 había garantizado los acuerdos con los EE.UU y con la Santa Sede, y luego, fue el promotor del nombramiento de Juan Carlos como su sucesor, al frente de una “Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones”, aunque era él, y no tanto el Príncipe, quien aseguraba su continuidad. Sobre todo después del escándalo Matesa y de la formación de un nuevo Gobierno en octubre de 1969, cuando redoblaría su poder con miembros del Opus Dei, de la ACNP y con tecnócratas/reaccionarios de confianza. Ya en abril de 1968 advirtió “que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional, porque, aunque el pueblo no lo toleraría nunca, quedan en último extremo las fuerzas armadas”.
Su atentado precipitó la crisis de la dictadura, pero no debe interpretarse como el inicio de la Transición. La derrota del franquismo no fue sólo el resultado del enfrentamiento entre opusdeistas y falangistas que supuestamente hubiera dirimido con maestría Carrero. La sociedad civil, el antifranquismo, “la traición de los clérigos” como él mismo definió, había emprendido una vía democratizadora imparable con una conflictividad que fue en aumento desde finales de los años sesenta. Casos como el proceso de Burgos y luego el 1001 contra CC.OO lo demostrarían. Su asesinato puso de manifiesto los errores cometidos por los servicios de inteligencia, incapaces de detectar la capacidad de ETA para cometer atentados en Madrid. La banda terrorista se atribuyó un éxito con la comisión del magnicidio que elevó a dimensiones colosales su fama, aunque, no persiguiera ni mucho menos la democratización del país. Nada tuvo que ver en el asesinato la CIA, también sorprendida por los acontecimientos, aunque la visita en aquellos días de Kissinger y la proximidad de la embajada a la calle Claudio Coello hayan alimentado durante tantos años las teorías de la conspiración que tanto rédito siguen dando a especuladores y asiduos a las redes sociales.
Es triste y desalentador, sin embargo, que hoy se hable más de Carrero como víctima del terrorismo y se le blanquee como un político de éxito, omitiendo su larga trayectoria como la segunda figura más destacada de una dictadura liberticida y criminal que tanto daño hizo al país.