El terrorismo en la historia reciente de España
La firma de opinión del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz
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Albacete
Hasta el incontestable y abrumador triunfo del partido Socialista en las elecciones de 1982, no se pudo dar por descontado que, por primera vez en su historia, España pudiera convertirse en una democracia estable. Hasta entonces, y aunque todavía no había terminado, en sentido estricto, la Transición estaba siendo un proceso cargado de tensiones y violencia. Después, durante tres décadas, la lacra del terrorismo fue un azote constante que los sondeos de opinión colocaban a menudo como la principal preocupación de los españoles: septiembre de 2001, el 75,6% de los españoles consideraban así al terrorismo, por encima del paro. Lean el estupendo libro de Luis R. Aizpeolea, ETA, Del cese del terrorismo a la disolución, publicado por Catarata, donde narra lo sucedido entre el cese definitivo del terrorismo el 20 de octubre de 2011 -con 829 víctimas mortales por medio- y la disolución de ETA el 3 de mayo de 2018. Se trata de un asunto político de primer orden con el que los españoles estamos especialmente sensibilizados: actos de venganza social contra el poder y contra todo lo que representa, pero también ha sido una forma de propaganda que concedía a sus perpetradores notoriedad.
La Historia nos demuestra que desde finales del siglo XIX veníamos sufriendo el azote de aquella violencia, pero de cuño anarquista, que se cobró la vida de tres presidentes de gobierno y a punto estuvo de hacerlo también con la del rey. Entre 1904 y 1909 se produjo el recrudecimiento del terrorismo y Barcelona se consagró como la ciudad del terror, la rosa de fuego o la ciudad de las bombas. En 1908 se intentó aprobar una ley de represión del terrorismo que no saldría adelante por la oposición de liberales, republicanos y partidos de izquierda que la consideraban un atentado al derecho y a la libertad de los ciudadanos, porque suponía la suspensión de garantías legales. Luego vendría la Semana Trágica en 1909 y la violencia sindical con el pistolerismo que convirtieron a Barcelona en la máxima expresión de la radicalización del obrerismo.
David Rapoport en una publicación de 2004 en la que hablaba de cuatro olas del terrorismo moderno fijó el marco de referencia habitual en los estudios sobre el tema. El caso español encaja en el modelo global de la tercera ola terrorista y aunque, coincidiendo con los llamados años del plomo, hay un ciclo corto y muy intenso, el terrorismo etarra nos ha marcado mucho como país y nos ha condicionado como ningún otro factor político interno. ETA incluso habría podido provocar el fracaso de la Transición, posponiendo por algunos años el triunfo de la democracia.
La derrota del terrorismo sólo se puede atribuir al esfuerzo policial y coral de la sociedad española que podemos representar en aquel discurso del director de la Academia de Cine, José Luis Borau que en la gala de los Goya de 1998 dijo aquello de que “nadie, nunca, jamás, en ninguna circunstancia, bajo ninguna creencia o ideología, puede matar a un hombre”. El éxito de la fenomenal novela de Fernando Aramburu de 2016, Patria, ha servido también para comprender los ángulos ciegos de este complejo fenómeno.
Desgraciadamente, y como las propias asociaciones de las víctimas del terrorismo vienen denunciado, aquella lacra ha sido utilizada por algunos políticos para obtener réditos electorales. En marzo de 2004 sufrimos los atentados yihadistas en Atocha -192 muertos y más de 1.400 heridos- que acabaron por dar un vuelco a las elecciones generales, tres días después, de que Interior manipulara y tergiversara la información. Tal vez lo más soez de todo fue el comentario de M. Rajoy en el congreso dirigiéndose a Zapatero en mayo de 2005: “Es usted quien se ha propuesto cambiar de dirección, traicionar a los muertos y permitir que ETA recupere las posiciones que ocupaba antes de su arrinconamiento”. Aquí también los historiadores tenemos un importante trabajo que hacer para explicar esta lacra en las aulas que no permita su manipulación ni su banalización.
El 3 de febrero de 1992 se lanzaron varios cócteles molotov contra la Asamblea de la Región de Murcia que arrasaron el edificio. Después de 180 días de movilizaciones, trabajadores afectados por la reconversión industrial protagonizaron aquél incidente cuando España sacaba músculo con la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Los líderes sindicales se oponían a esa imagen de éxito y fanfarria cuando la situación industrial era “caótica” allí. La quema de la Asamblea nunca fue calificada de acto terrorista y muchos consideran que facilitó la solución del conflicto laboral porque atrajo la atención mediática y conllevó una reacción política.
Los sucesos de 2017 en Barcelona fueron muy graves y a muchos nos abochornan. Hoy la situación política en Cataluña ha mejorado ostensiblemente, pero el escenario político después de las últimas elecciones ha desembocado en un callejón sin aparente salida para la que se ha propuesto una amnistía que ha despertado en algunos jueces un sorprende afán por hacerlo trastabillar. Así hemos llegado a la calificación de aquellos sucesos como actos de terrorismo. No puedo entrar en consideraciones jurídicas, pero sí históricas y políticas desde las que me preguntó qué significado tiene hoy el concepto y a quién le interesa calificar aquellos actos como tales. ¿Es necesario todo este exceso conceptual para atacar al independentismo o al nacionalismo catalán, o es que a quien se quiere combatir es a los que han impedido que el PP llegue ya a la Moncloa, sea como fuere?