Circos
La firma de opinión del crítico cultural Juan Ángel Fernández
'Circos', la opinión de Juan Ángel Fernández
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Para alguien criado al lado del terruño que rodeaba la Plaza de Toros de Albacete en el pasado siglo el mundo del Circo siendo como ha sido considerado toda la vida, el mayor Espectáculo del Mundo, nunca representó una fiesta alejada de mi realidad cotidiana instalada cómodamente en una ciudad de provincias. El Circo, los grandes circos, las grandes estrellas (La Gran Mara, Pinito del Oro) solían visitar la ciudad no solo en la Feria de Albacete sino, aún hoy, también a veces según demanda su propia programación empresarial, como ha ocurrido recientemente con la visita del Circo Coliseo de Cuba durante unos días a la ciudad. Al visitarlo, encantado, la crónica de aquellos años infantiles se ha renovado descaradamente en unos recuerdos que por estas y por otras muchas razones siempre han reposado actualizados, regocijándose por reaparecer inmediatamente al menor aviso de citación.
Es posible que influyera decisivamente en mi fijación por los circos, la contemplación en el Cine Capitol, años cincuenta, de la inolvidable película de Cecil B. De Mille El Mayor Espectáculo del Mundo, Oscar de Hollywood en 1953: cuidado. Con James Stewart, Charlon Heston, Cornel Wilde, Dorothy Lamour, Betty Hutton, Gloria Grahame, Bing Crosby, Bob Hope, etc. No era solo una película sobre el circo; en realidad fue una gran reproducción y memorabilia en Technicolor del propio Circo Ringling Bros - Barnum & Bailey.
El circo ya forma parte pues de la historia tradicional, algo arcaica y si la leyenda pudo ocultar algo, el origen y la realidad aún están presentes. Como los payasos que no surgen con su cara pintada porque sí, eso tiene su trayectoria, sus antecedentes. Ahora, como ocurría estos días con el circo cubano, no había caras blancas ni augustos (a los que todo le sale mal), sino unos turistas vociferantes y bailongos. Tampoco vimos animales. Las funciones en los circos americanos (el Ringlin) que nos llegaban de niños solían comenzar con los números de las fieras, ya con las jaulas instaladas en el centro de las pistas.
Leones y tigres esperando aburridísimos, rugiendo a la vez mientras reclamaban al domador. Luego las jaulas desaparecían arrastradas por unos tractores ocultos como evitando la contemplación de la formalidad de un vulgar desmontaje. La orquesta musical, una banda con todos sus integrantes clásicos atacaba con marchas alegres y rimbombantes acompañando a los divertidos animadores, repitiendo una y otra vez una jerga de bofetadas simuladas y tropiezos constantes que evidenciaban torpezas a la vez que desparpajo. No, los cubanos no traían banda de música sino un sonido grabado atronador, repito: atronador, envuelto en todo el merengue y el danzón, algún bolero y algún mambo que ponía a los protagonistas de la única pista presente como motos.
Entre el saltimbanqui embaucador y las chicas acróbatas y equilibristas, formidables, a veces increíbles, se desplegaba una variada tipología escénica que sin duda representó impecablemente la propia historia de la incredulidad a veces de la propia fantasía circense. El Hombre Bala representaba el número que a veces hemos visto desplegado en el paseo ferial como una atracción más de nuestro querido festejo de septiembre.
Sin duda, asistir al circo visitado estos días ha refrescado, actualizado, nuestra memoria infantil: toda la parafernalia que siempre acompañó la visita de éste espectáculo, incluidas las interminables y pesadísimas colas que acompañaron y acompañan siempre estas ceremonias.