Graduaciones: cuando un hijo se hace mayor y tú también

Talavera de la Reina

Hay un momento en la vida de cualquier padre o madre en el que, sin darte cuenta, te encuentras en una butaca mirando a tu hijo con toga y birrete, y algo dentro de ti se descoloca.

Es una ceremonia que has visto en películas, que te han contado otros, pero que no entiendes de verdad hasta que estás allí, con el corazón encogido, mirando cómo ese niño o esa niña que hace nada pedía ayuda con los cordones, ahora se despide de una etapa.

Las graduaciones no son solo actos escolares. Son rituales de paso. Marcan un antes y un después. Y, aunque los adolescentes no siempre lo verbalicen, ellos también lo sienten.

Lo sagrado del último día con sus compañeros de toda la vida, la incertidumbre de lo que viene, la emoción contenida de sentirse grandes… pero no del todo.

Para los padres, la graduación tiene algo de ceremonia privada. Una película en bucle de primeros días de colegio, mochilas que pesaban más que ellos, tardes de deberes, enfados, risas, exámenes, excursiones, conversaciones al borde de la cama… y, de repente, ahí está.

Ese hijo o hija que ya no necesita que le revises la agenda, que ya no te pide que le apuntes los verbos en inglés, que se está despidiendo de una etapa como quien cruza un puente: sin volver la vista atrás, pero sabiendo que deja algo importante al otro lado.

Y sí, lloramos. Lloramos porque estamos orgullosos. Porque vemos crecer, madurar, volar. Pero también porque es inevitable preguntarse en qué momento pasó todo tan deprisa. Porque graduarse no es solo cosa de ellos. También nosotros, como madres y padres, nos graduamos. En paciencia, en confianza, en soltar poco a poco la mano sin dejar de estar cerca.

Las graduaciones nos enseñan que crecer es también despedirse. Y que los finales, aunque duelan un poco, son también una promesa: la de todo lo que está por venir.