La gota y el vaso

Talavera de la Reina

Hay momentos en los que el ciudadano deja de ser espectador y empieza a sentirse rehén.

No por una ideología. No por un partido. Sino por la sensación persistente de que algo se ha roto, y nadie quiere mirar los pedazos.

En los últimos días, muchas personas —más de las que nos atrevemos a decir en voz alta— se han hecho la misma pregunta:

¿Hasta dónde podemos soportar?

¿Hasta qué punto puede una sociedad digerir el desencanto, la incoherencia, el mal ejemplo... antes de que empiece a doler de verdad?

No se trata de derechas ni de izquierdas. De hecho, ese juego hace tiempo que perdió el interés para muchos. Se trata de ética. De responsabilidad. De límites.

Los límites no siempre vienen marcados con sirenas ni titulares. A veces se cruzan en silencio: una omisión aquí, una justificación allá.

Y mientras tanto, quienes deberían dar ejemplo se comportan como si sus actos no tuvieran consecuencia.

Ignoran sus propias palabras, sus propios hechos, como si el tiempo pudiera borrarlos o la ciudadanía olvidarlos.

Pero cada vez que dejamos pasar lo que no deberíamos, el suelo se nos mueve un poco más. Y el umbral de lo inaceptable se desplaza, casi sin que lo notemos.

Decía Cicerón que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Pero quizás peor aún es cuando la historia se repite delante de nuestros ojos y fingimos no verla. Cuando lo impresentable se convierte en rutina. Cuando el abuso encuentra excusa. Cuando el poder deja de avergonzarse.

¿Dónde está el Rubicón de esta generación? ¿Cuál es el punto exacto en el que la ciudadanía diga: hasta aquí?

¿O acaso ya lo hemos cruzado… y aún no nos hemos dado cuenta?

No hay que gritar. No hay que incendiar. Pero sí hay que pensar.

Y desde ahí, decidir.

Porque cada gota cuenta. Y aunque no sepamos cuál será la última, todos sentimos que el vaso… ya está demasiado lleno.