"Jane Goodall tuvo una enorme empatía con los animales y, por extensión, con la naturaleza"

Albacete

Hace apenas dos semanas nos dejaba la eminente primatóloga y activista ambiental Jane Goodall. Durante estos días, se ha contado casi todo sobre la inusual biografía de esta elegante dama británica en los medios de comunicación. Sin embargo, hay un aspecto implícito a su trayectoria profesional, que, creo, no ha recibido toda la atención y análisis que debiera. Se trata de su enorme empatía con los animales y, por extensión, con la naturaleza, clave para el éxito de su trabajo y que, de paso, nos lleva a reflexionar sobre el ser humano y su relación con el resto de la humanidad y biodiversidad que habitamos el planeta.

Jane Goodall inició sus investigaciones sobre el comportamiento de la especie más próxima a los humanos, el chimpancé, en el año 1960. La aproximación científica de la joven Goodall al estudio de estos homínidos fue del todo heterodoxa, cuando no transgresora, si se considera la visión imperante que la sociedad de mitad del s. XX tenía, ya no de los animales, sino de nosotros mismos. En aquel tiempo, los prejuicios racistas modelaban profundamente nuestra concepción del mundo, merced a los cuales se otorgaba una supuesta superioridad, y con ello privilegios, a un grupo humano sobre otro, fundamentados en la diferencia de rasgos morfológicos entre personas. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, las leyes Jim Crow, que obligaban a la segregación racial, no se derogaron hasta 1964, y su inercia llega hasta nuestros días. Duke Ellington, uno de los músicos más grandes que ha dado ese país en toda su historia, tenía que hospedarse en alojamientos reservados para los afroamericanos durante sus giras, a pesar de su enorme popularidad. También lo hemos visto en la espléndida película “Green Book”, en el que otro pianista de primer nivel, Don Shirley, sufre la misma discriminación. Al igual que Shirley, Nina Simone, de talento portentoso, no pudo dedicarse a la música clásica por el color de su piel.

En ese contexto social de infundado rechazo al diferente, por el mero hecho de mostrar otro aspecto físico, Jane Goodall rompió todos los estándares convencionales, al cruzar y desdibujar la frontera que separaba a los humanos de los animales. Goodall puso nombre propio y se relacionó como igual con los simios antropomorfos que estudió en el bosque de Tanzania para, así, descubrir y contarnos que los chimpancés tenían personalidad individual, sentimientos y lazos familiares similares a los nuestros, elevada capacidad de comunicación mediante un complejo lenguaje de sonidos y expresión corporal, o habilidad para crear herramientas mediante la manipulación de elementos naturales, tras todo lo cual subyacía un grado de conciencia nunca imaginado en el reino animal. Mientras en muchas partes del mundo se discriminaba al humano diferente, la empatía de una joven científica hacia unos monos arborícolas, cubiertos de pelaje grueso y oscuro, prominente arco ciliar y manos prensiles en las cuatro patas, reveló cuán parecidos podemos llegar a ser las personas y los animales. De hecho, años después se comprobó que el ADN humano es en un noventa por cien igual al del chimpancé.

Durante una entrevista en 2010, Goodall reconoció no tener una idea exacta de quién o qué era Dios, si bien confesó su creencia en un poder espiritual mayor, que percibía en particular cuando estaba en la naturaleza. A mí me pasa algo parecido cuando contemplo el escarabajo, la corregüela o el gorrión. Entonces, si tan interconectados estamos con el resto de seres vivos, hechos de las mismas células, si tan parecidos somos al chimpancé, ¿por cuál delirante razonamiento se le puede ocurrir a nadie discriminar a su semejante humano?

Atentamente les saluda, Pablo de Passo.