Sociedad

"Si me permiten un consejo, no dejen de ir al pueblo. Y si no lo tienen, busquen adopción en uno, como hice yo"

'Todo el mundo debería tener un pueblo', la firma de opinión del catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha y director del Jardín Botánico de Castilla-La Mancha, Pablo Ferrandis

'Todo el mundo debería tener un pueblo', la firma de Pablo Ferrandis

Albacete

La familia de mi padre se mudó a Albacete en el 39, poco después de acabar la Guerra Civil. Mi padre tenía entonces diez años. Sin embargo, siguió manteniendo contacto con su pueblo natal. Esto me permitió también a mí, aunque urbanita, relacionarme con el ambiente rural cuando era un chiquillo. Fue en aquel tiempo esponjoso de la niñez y en aquel pueblo y sus alrededores que se despertó en mí la intensa biofilia que ha marcado el resto de mi vida. Hasta el punto de que a mis casi cincuenta y diez guardo recuerdos improntados -sensoriales, diría yo-, que se activan con solo contemplar y oler los campos de labor recién cosechados, escuchar el estridente trino de los vencejos o pasear por el monte bajo. El término biofilia hace referencia a la curiosidad y atracción innata que el ser humano tiene por la naturaleza. Este interés nuestro por cuanto elemento natural nos rodea ha sido traído hasta nuestros días por la selección natural, pues, a fin de cuentas, nuestra especie ha pasado doscientos noventa mil años formando parte de la naturaleza, de la que recolectábamos directamente todos los recursos necesarios. Así que, la curiosidad instintiva por otros organismos -administrada, eso sí, con sesera- fue imprescindible para conocer el entorno, hacer un uso racional de lo que nos ofrecía y, en definitiva, vivir. Todos portamos un trozo de biofilia dentro, en herencia de aquellos míticos humanos prehistóricos que se las vieron cara a cara con una naturaleza todavía indómita, y es la niñez, como pasa con otras tantas pasiones, el momento más fértil para regarla.

Aquel pueblo es para mí el recuerdo de un niño henchido de felicidad orgánica frente al campo que se desplegaba a su vista y todos los tesoros que guardaba. Con otros muchachos, salíamos al monte, acompañados del pequeño gran Bobi, un perro “enrazao”, listo como son los perros huérfanos de pedigrí, a merodear entre coscojas, romeros, tomillos, encinas y atochas, para levantar el vuelo del sisón o la carrera de la liebre encamada, espolear conejos, correr detrás de los perdigones volanderos, ver pasar los alcaravanes, acercarnos con prudencia -o sin ella- a la culebra bastarda, observar el lagarto al sol, el zorro veloz en su huida y el vuelo parsimonioso y cantarín de la totovía. O bañarnos en el río, entre juncos, libélulas y cangrejos autóctonos. Allí probé los jínjoles, con ese sabor amanzanado y de textura seca, que ahora saboreo en el jardín botánico a finales del verano. Subíamos a los albaricoqueros a comer sus dulces frutos sentados en las ramas. Íbamos a la siega de la cebada en el remolque del tractor, dando tumbos en el suelo metálico, para regresar sobre un lecho de grano a la era. De aquellos campos densos de espigas salían despavoridos animales de toda clase, en progresivo aumento, conforme la cosechadora iba engullendo su cobijo hasta la desaparición, y era un placer verlos correr y volar. A la hora del almuerzo, nos convertíamos en aguerridos lobos de mar sobre la cosechadora en reposo, que nuestra infantil imaginación transformaba en un enorme buque acorazado, y por la noche, tumbados sobre los montones de grano, mirábamos las estrellas. ¿Recuerdan la canción de Serrat “Mi niñez”? “…tenía un pueblecillo/una acequia, un establo y unas ruinas al sol/Al viento los ombligos, volaban cuatro amigos…”. Esos éramos nosotros. En aquel tiempo conocí un mundo que se me antojaba y se me antoja mágico. Era otra España, una España rural, muy entrelazada aún con la naturaleza y de espíritu artesano.

Con el paso del tiempo, las inquietudes del joven mozo en que me convertí, junto con los esfuerzos que tuve que empeñar para labrarme un futuro próspero, todo a la medida de la sociedad urbanita a la que pertenezco, demandaron mi tiempo y guiaron mi camino en otras direcciones. Pero, honestamente, no hay quien me quite lo bailado en aquella niñez montaraz. Aquellas vivencias han moldeado mi vocación y, en consecuencia, han guiado algunas de las decisiones trascendentales y las aficiones que dan forma al señor mayor que ahora soy. Cuando se me vienen a la cabeza estos recuerdos, pienso, con la mayor de las convicciones, que todo el mundo debería tener un pueblo. Nunca es tarde, así que, si me permiten un consejo, no dejen de ir al pueblo. Y si no lo tienen, busquen adoptación en uno, como hice yo. Denle rienda suelta a su biofilia y al cromañón que llevan dentro.

Atentamente les saluda, Pablo de Passo.

Hoy por Hoy Albacete (31/10/2025)

Pablo Ferrandis

Pablo Ferrandis Gotor (Albacete, 1966) es Catedrático...