Lo que somos empezó en un aula

Talavera de la Reina

El viernes fue el Día de la Enseñanza y, aunque yo no soy docente, cada año me acuerdo de algo que a veces olvidamos: todos, absolutamente todos, hemos pasado por un aula. Da igual quién seas hoy —médico, camarero, peluquera, presidenta de tu comunidad o incluso presidente del Gobierno—, todos empezamos igual: en un pupitre, con un libro demasiado grande y un profesor delante intentando que el mundo tuviera sentido.

La enseñanza es ese espacio común que compartimos sin darnos cuenta. Allí aprendimos a leer, a sumar, a pedir perdón, a levantar la mano, a trabajar con otros, a equivocarnos sin que pasara nada. Y detrás de todo eso había siempre un profesor: alguien que, sin conocernos, apostó por nosotros. Alguien que explicó el mismo tema diez veces porque la clase no lo pillaba, que vio potencial donde otros solo veían líos, que nos enseñó mucho más que verbos y mapas.

Porque los profesores no solo enseñan materias; enseñan vida. Enseñan a confiar, a pensar, a no tener miedo. Enseñan a ponerse de pie después de un suspenso y a celebrar cada pequeño acierto como si fuese un campeonato mundial.

Y lo curioso es que, con los años, dejamos de recordar fechas o fórmulas, pero nunca olvidamos a quién nos hizo creer que podíamos hacerlo mejor. Todos tenemos un nombre guardado por ahí, un profesor que dejó una marca. Todos. También los ministros, los presidentes, los que salen en la tele y los que toman decisiones. Ellos también fueron niños mirando una pizarra, intentando entender la lección.

Por eso, aunque yo no sea profe, este día me recuerda algo importante: la enseñanza es uno de los trabajos más invisibles y, a la vez, más decisivos. Gracias a los que estuvieron, a los que están y a los que vendrán. Lo que somos empezó allí, en un aula cualquiera.