Cuento de sanidad para una huelga de diciembre
La firma de opinión del Jefe del Servicio de Oftalmología, Fernando González del Valle

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Ciudad Real
Santiago se despertó de golpe, sobresaltado. Miró el reloj: eran las cinco y media de la madrugada. Últimamente dormía mal y las preocupaciones del trabajo lo acechaban de noche. Recordaba el último sueño. Estaba en la consulta y no tenía tiempo para ir al servicio, tenía que pasar un paciente y después otro y otro porque tenía varias horas de demora. Había un ordenador que ocupaba casi todo el consultorio y en el sueño se veía pulsando un teclado gigantesco, intentando rellenar sin éxito formularios absurdos. Cada vez que hacía un clic en una casilla le salía un mensaje de error y tenía que empezar de nuevo todo el proceso continuamente. La urgencia urinaria aumentaba y cada gesto de lucha contra aquel gigante informático, que tapaba completamente al paciente, repercutía de forma terrible en su bajo vientre. Y no podía más, y acaba orinando delante de la enfermera y del enfermo una orina densa y oscura y la vergüenza lo despertaba.
En la duermevela recordó que ese día volvía a tener guardia. Tenía que hacer más guardias ese mes, con las que no contaba, porque había varios compañeros de baja en el servicio. Hacía dos días había tenido una mañana extenuante de quirófano, a la que siguió una mala guardia, culminando con una cirugía urgente de madrugada. Santiago se sentía cansado y atrapado en una rueda de compromiso y responsabilidad.
De repente sintió mucho frío. Había alguien más en la habitación. Horrorizado se tapó con por completo. Ahora, algo tiraba de la ropa de la cama y el pugnó por evitarlo. Pero, la fuerza de aquellos brazos era irresistible y la manta y las sábanas desaparecieron. Abrió los ojos y a través del vaho de su respiración entrecortada, descubrió que su habitación estaba atestada de gente. Era su sala de espera. Todos los pacientes le miraban de forma inquisitiva. Y con terror volvió a despertarse al descubrirse a sí mismo viejo y demacrado, al fondo, esperando…
Y esa mañana Santiago decidió hacer huelga. Porque las pesadillas eran reales. Porque el cuento de la sanidad pasada, presente y futura en España era siempre el mismo. Porque en las consultas no tenía tiempo ni para hacer pis en toda la mañana. Porque luchaba día a día contra una digitalización absurda, que no le dejaba ver al paciente y que sólo servía para abrasar su presbicia. Porque su orina, al final del trabajo, era oscura y densa. Porque podía estar veinticuatro horas seguidas en quirófano si tenía una mala guardia y no librar al día siguiente si era localizada, porque el sistema era insaciable y siempre había guardias que nadie quería hacer, pero que era obligatorio cubrir.
Y decidió hacer huelga, no solo para defender el futuro de los jóvenes médicos que empeñan su juvendud y después tienen que trabajar 48, 70, 90 horas semanales, por un sueldo muy mediocre sin guardias, sin entender que, a la vez, se anuncie la reducción de la jornada laboral. Con condiciones completamente diferentes en cada comunidad autónoma. Santiago creía recordar, incluso que, en una autonomía, todavía no se había recuperado la carrera profesional, después de la última crisis económica. Por eso también decidió hacer huelga, por las diferencias de atención de los pacientes, en función de si nacían en un pueblo o en una ciudad, en una región más pobre o más rica. Y decidió hacer huelga porque lo que de verdad le aterraba era verse anciano y derrotado, después de haber trabajado toda la vida por y para la sanidad pública, al fondo de una sala de espera sin esperanza ni amparo.




