Valdezate aúna literatura y vino
Su primer certamen de relatos breves ya tiene ganadores
Valdezate
José Miguel Lorenzo Rivas y Miguel Ángel Pomar son los ganadores del I Certamen Literario de Valdezate. El centro cultural de esta localidad acogía el pasado martes la entrega de los premios de esta primera edición de un concurso que lleva por título ‘Una tarde en el majuelo’.
‘Hasta siempre’ es el título del trabajo ganador, obra del arandino José Miguel Lorenzo Rivas, que recibe por ello 100 euros. 50 es la dotación del segundo premio, que recae en el relato titulado ‘Marcela y Rufo’, de Miguel Ángel Pomar, vecino de Valdezate.
Fueron 17 autores quienes participaron en este concurso de temática libre, aunque condicionado en que el argumento transcurra en Valdezate y evidencie algún aspecto social y de convivencia relacionado con las personas y la actividad vitivinícola del pueblo.
Todos ellos podrían publicarse en la página en la pagina www.valdezate.net , la Revista Val de Ozate y en un libro recopilatorio. De momento, están a disposición del público en el propio centro cultural.
Por nuestra parte, nos hacemos eco de los dos trabajos ganadores:
¡HASTA SIEMPRE!
Hoy, al contemplar, por última vez, el despertar del día tras los opacos cristales de mi ventana marchita, pude ver cómo languidecía mi vida, al igual que lo hacían las hojas pardas y amarillentas que se aferraban, esbozando un último suspiro, a aquella cepa longeva, curtida en diez mil batallas y que, en ese preciso instante, al abrigo de las primeras escarchas del otoño, iba perdiendo su vestido en el melancólico camino hacia un invierno que se antojaba frío y sombrío. Poco a poco, la fina escarcha iba sucumbiendo al calor de los primeros rayos de sol y, aquel paisaje, reluciente y colorido, se iba tornando en un mar de lágrimas que recorría, con sumo sigilo, la superficie áspera y desgastada de tantas hojas moribundas que, no mucho tiempo atrás, se habían mostrado vigorosas y rebosantes de vida. Enjugué mis lágrimas con mi viejo pañuelo de tela y añoré, en silencio, aquel pasado, lejano y esquivo, en las frías callejas de aquel pueblo que me vio nacer y crecer, que disfrutó conmigo en los momentos más felices y que, también, me acompañó cuando la vida me ofrecía su cara más amarga. Recorrí, con la ayuda de mi deslucido bastón, los escasos metros que separaban mi vivienda de la humilde bodega que había albergado el sustento familiar durante muchos años. Cada uno de mis torpes y frágiles pasos se iban tropezando con algún hermoso recuerdo de un pasado que, aunque parecía reciente, había caído en el olvido mucho tiempo atrás. Cuando, finalmente, alcancé la entrada de la bodega, un inmenso escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Me acerqué a la puerta y respiré profundamente, tratando de encontrar en el aire que me rodeaba la fragancia exclusiva que solo aquel lugar podía poseer. En un gesto de sumisión, incliné la cabeza levemente y dejé que mi mente volara libre hacia el interior de la profunda cueva de roca caliza que se abría ante mis ojos. Allí, mis sueños se toparon con una voluminosa barrica que vertía un caldo excelente sobre un jarro de barro que se iba llenando al amparo de unas manos sucias y descuidadas. Tenía, apenas, cinco años cuando mi añorado padre me enseñó el secreto para conseguir una perfecta fermentación del mosto y obtener, así, un vino de un sabor y calidad únicos. Aquel día, tuve el honor de participar, por primera vez, en una tradición familiar que se remontaba varios siglos atrás. Un evento en el que nos reuníamos para catar los crianzas que se habían estado preparando, con sumo cuidado y esmero, durante muchos meses y que se convertirían en el sustento de todos nosotros hasta que estuviera preparada la siguiente añada. Era el momento de celebrar, por todo lo alto, la recompensa obtenida por el arduo trabajo realizado. Finalizada la cata, las brasas de un pequeño fuego, dorarían las chuletas y morcillas que, acompañadas del mejor Ribera del Duero, se convertirían en el aliciente perfecto para alargar la fiesta hasta bien entrada la madrugada. Al ser tan pequeño, aquel día, solo pude disfrutar de la excelencia de ese vino del que todo el mundo hablaba como lo hacían los niños de entonces; degustando un buen trozo de pan de hogaza, empapado en vino y aliñado con un poco de azúcar. No obstante, cada vez que regresaba a mi mente aquella primera velada, la respiración se me entrecortaba y un profundo sentimiento de melancolía penetraba hasta lo más hondo de mi ser. Solo alguien que ha vivido una experiencia similar puede comprender el significado que tiene para una persona formar parte de un proceso tan complejo y, a su vez, tan gratificante como lo es la elaboración del vino en un ambiente familiar. Lentamente, me fui alejando de la puerta de la bodega, todavía con mis sentimientos a flor de piel. Sin lugar a dudas, aquella iba a ser una mañana realmente emotiva. Giré la cabeza y solicité que me acompañasen hasta los pies de la iglesia para poder contemplar desde allí, quizá por última vez, la magnitud de la inmensidad de los campos de Castilla. Con el ritmo lento y sosegado que mis noventa y cinco primaveras me permitían mantener, logré alcanzar el humilde mirador que rodeaba uno de los laterales del templo. Una gran parte de las tierras que, pocos meses antes, lucían verdes y repletas de vida habían quedado desnudas tras la siega. Únicamente quedaban vestidas aquellas en las que las vides enterraban su raíces. Sin embargo, no lo harían por mucho tiempo, porque que la savia, poco a poco, iba muriendo en su interior y, en pocos días, un fino manto de hojas pardas cubriría, por completo, los suelos de los viñedos. Pero, hasta que ese momento llegase, la naturaleza regalaba, un año más, la oportunidad de disfrutar de uno de los paisajes más bellos que se pueden contemplar. Un lienzo de pinceladas ocres, rojizas y anaranjadas, salpicadas de algún trazo de color verde pálido, que penetraba, sin contemplaciones, a través de las pupilas de cualquiera que fuera capaz de detenerse, un instante, ante tal magnificente estampa y que grababa, a fuego, en sus retinas un tesoro casi imposible de olvidar. La indescriptible joya del colorido que se abría paso ante mis ojos sumergió mi memoria en el placentero recuerdo de aquella vendimia en la que mis desgastadas manos tuvieron la oportunidad de acariciar un racimo maduro colgando de su cepa por última vez. Acababa de cumplir los ochenta y ocho años y, aunque mis manos y brazos estaban lo suficientemente ágiles como para ayudar en las tareas de la recogida de la uva, mis torpes piernas ya no eran las de antaño. Había sufrido una caída, pocos meses antes, que había dejado maltrecha mi rodilla izquierda y, nada más entrar en el majuelo, fui consciente de que aquella sería la última ocasión en la que podría caminar entre las hileras de cepas de mi viña. Aunque no me resultó sencillo asumir aquella derrota, sabía que había llegado el momento de que las nuevas generaciones tomasen el relevo. Por tanto, como ya hiciera mi padre décadas atrás, me acerqué a mi nieto más pequeño y, cogiéndole de la mano, le enseñé el proceso completo de la producción del vino, desde la simiente hasta que el caldo era servido en una copa. Desafortunadamente, los tiempos cambian y la sociedad actual enfoca su desarrollo y crecimiento en las grandes urbes, dejando un inmenso vacío en pueblos pequeños como Valdezate. En mi caso, conseguí que la tradición familiar se mantuviese unos cuantos años más. Mi hijo pequeño y mi nieto estuvieron viviendo en el pueblo hasta que la escasez de recursos y de medios a su alcance les llevó a sucumbir ante la evidencia y a tomar la drástica decisión de huir, al igual que hicieran otros en el pasado, buscando una oportunidad. Tras su marcha, el pueblo perdió su alegría y sus ganas de vivir. La soledad y el silencio invadieron sus calles hasta tomar, por completo, el control y, en aquel lugar en el que un día rieron los niños, no quedó más que el lamento del viento entonando una triste canción. Mis ojos se cierran y mi corazón se deshace como la escarcha en esta gélida mañana otoñal. Abajo, en la entrada del pueblo, un vehículo aguarda mi llegada para guiarme hasta el que será mi nuevo hogar. Mi avanzada edad no me permite, ya, seguir viviendo en la soledad en la que quedó inmerso Valdezate cuando falleció su penúltimo habitante. Ahora, tras mi marcha, mi querido pueblo se perderá, para siempre, en el olvido. Me queda el consuelo de que, al menos, permanecerá el recuerdo en la memoria de aquellos que, como yo, un día poblaron sus casas y sembraron sus campos de hermosas viñas. “¡Hasta siempre Valdezate! ¡Adiós, desde el corazón!”.
MARCELA Y RUFO VENDIMIA 1950
No ha amanecido aún pero en casa de Ciriaco la botella de aguardiente y los bizcochos se van acabando. Los vendimiadores recogen el garillo y lo afilan con un asperón y entre bromas se dirigen con paso alegre al carro de varas repleto de cestos vacíos dónde el macho burreño Mariscal está uncido para salir hacia el majuelo. Hay niebla; las hojas y las uvas están frías y húmedas pero comienzan a llenarse los conachos de Pirulés, Garnacha, Parreña, Jaén y algún racimo de Tinto Aragonés. Avanzada la mañana Eulogia, la dueña del majuelo, se presenta con el almuerzo de patatas guisadas con bacalao. Saca la cazuela de los serones y colocando una manta en el suelo la pone en el centro. La cuadrilla se acerca a disfrutar del humeante y apetitoso guiso entre chascarrillos y tragos de vino. Despejada la niebla y secas las hojas de las cepas la cuadrilla de vendimiadores vuelve al corte. Rufo, mozo veinteañero, se ha dado cuenta de que Marcela, la hija del dueño, casi no puede con el conacho. Él se brinda a llevárselo pero ella se niega con un gesto mohíno y él, con un movimiento rápido, coge el conacho se lo pone en el hombro y lo lleva hasta el carro. A mediodía otra parada para tomar un trago y comer un guiso de carne de oveja “machorra” grasiento y espeso, pero sabroso. La bota de vino no para de ir y venir y cuando se vacía Rufo se encarga de llenarla del garrafón de azumbre. Compiten todos en ver quien se echa el trago más largo y ruidoso. Mariano es poco hábil vendimiando y menos cargando conachos pero en este menester de beber no hay quien le haga sombra. Ya por la tarde con el majuelo terminado los vendimiadores se disponen a volver al lagar para pesar los cestos y volcarlos en la pila. Pero el carro se atasca, el Mariscal no puede con la carga y todos los hombres ayudan empujando los radios de las ruedas hasta sacar el carro al camino. Rufo coge un pequeño racimo del cesto y le da un “lagarejo” a Marcela; ella se ofende y le lanza una piedra sin fuerza ni puntería. Después de la cena a base de huevos fritos y torreznos en la casa de Ciriaco, los jóvenes se acercan hasta la cantina de Federico donde suena la gramola y se baila y se bebe animosamente. Nuestro veinteañero se acerca al banco en el que está sentada Marcela. -¿Me concedes este baile? -Bueno, bailo pero no te perdono. Sí mañana me lo vuelves hacer, te doy un sopapo y no vuelvo a vendimiar. Acabada la música se van por la calle que no está iluminada esquivando los charcos recientes. -¿Te ha gustado la comida de Eulogía? -Sí, claro, pero más la cena. Por lo menos estábamos sentados en sillas y no en el suelo ¿y a ti?. Se pierden en la penumbra. La Luna asoma por Castejón y sorprende a los jóvenes doblando la esquina de la fragua de Justo el herrero.