Opinión

Carnaval

La firma de María González

Columna de María González López - febrero

Aranda de Duero

Febrero de 2023, se ha caído una hoja del calendario y ha pasado un mes desde los cotillones, las campanadas que daban el pistoletazo de salida como doce balas y las uvas como gotas del elixir de la suerte. Al mismo tiempo, muchos de los propósitos que habitaban en listas de mejoras personales, que superaban en número a las cartas de los Reyes Magos, han ido mermando hasta encontrarse en peligro de extinción en muchos casos.

No obstante, soy de esas personas que creen que el tiempo no se clava en las agujas de los relojes ni se encierra en habitáculos de agendas, y que por ello siempre queda tiempo al ser intangible e incontable, y más si la causa es buena.

Querer mejorar es una cuestión humana, a la que nos lleva el deseo de evolucionar y alcanzar una situación más favorable. Esto, impulsado por la difusión y notoriedad que en la actualidad se hace a través de medios, como las redes sociales, del concepto de “la mejor versión de uno mismo”, nos conduce por una vía más rápida, e incluso infectada por la impaciencia, a querer alcanzarla y destacar entre la sociedad.

Ese “alter ego”, que se exhibe en escaparates de oportunidades a través de una pantalla luminosa, como luz al final del túnel, nos aconseja guiándonos con advertencias sobre como deberíamos ser felices, desde su ejemplo de vida resuelta, sin llegar a la tumba. Nos da todos los votos suficientes para ganar elecciones de confianza, y lo más importante, nos ha dicho que somos capaces de vestirnos con su piel y ser dueños de sus pertenencias. Ser como él, pero en nosotros. Ser más felices de lo que jamás hubiésemos imaginado, tener ese bienestar que intuye los problemas con personalidad de Sherlok Holmes y desde la distancia, o encantar la ropa con olor a éxito, entre otras cuestiones. Ser esa chica, ese chico, ese hombre o esa mujer, que tiene ordenados todos los aspectos de su vida bajo un mismo adjetivo “perfecto”.

Sin embargo, lamento deciros que el precio de compra es tan elevado que debéis venderos a vosotros mismos, y con ello hipotecar vuestro presente por un futuro donde seáis como él. Sangrar esfuerzo teniendo por meta que pronto el del espejo os susurrará que sois iguales que el del teléfono, revista o televisión, que lo habéis conseguido. Sois vuestra mejor versión.

Bien, ahora debo escupir, se me ha hecho la saliva veneno, al tratar de vender un producto tan irreal que ni tiene stock en la razón. Yo misma quise buscarlo y de mí no quedó ni un pedacito de sombra de la que fui.

Perseguí a esa chica, queriendo atraer la perfección y capturando de ello solo la frustración, siendo inconformista desvalorizando todo lo que me rodeaba, tanto lo material como lo inmaterial. Empeñando mi presente con el futuro enquistado en cada acción. Ser feliz era llegar a una cima de motivos teniendo hasta el viento a favor en una cumbre que nunca aparecía, sumergida en un mar de niebla, donde la autoexigencia por localizar los errores que no habitaban en mapas, me condujeran a mis fallos porque no era ella en esos momentos.

Aquella mentalidad se volvió una forma de vivir que mataba lentamente. Cuando me percaté de ello, necesitaba algo más que consejos y rumbos, me hacía falta la misma persona a la que quería renunciar, yo misma.

Me rebusqué en las fotografías, las canciones, pero, sobre todo, en los diarios que escribí y el pasado de quién fui. Cambié de lugar las importancias que se habían desequilibrado, apreciar lo que tenía y no lo que deseaba, poner los relojes en hora con el presente y aceptar que no identifiqué lo obvio, estaba renunciando a la vida, pero por suerte, siempre estamos a tiempo.

Hay alturas que se escalan inversamente proporcional a caer enterrándose, que ser feliz es cuestión de saber mirar sin demasiados requisitos y que ya somos nuestra mejor versión. No se requieren carnavales en los espejos, ni llegar a desconocernos, para alcanzar la perfección.