Sociedad
Fiestas

Un pregón sobre la calidad y humildad de los palentinos

El pregonero literario de San Antolín hace público su amor por Palencia

El pregonero junto a la alcaldesa de Palencia y al concejal de Cultura y Fiestas / Ayuntamiento de Palencia

Palencia

El pregonero literario de las Fiestas de San Antolín de Palencia, el abogado del Estado, Ignacio Bordiú, ensalzó en su pregón la humildad y la capacidad de acogida de los palentinos. Os dejamos el pregón prounciado anoche en el Teatro Principal.

Queridas palentinas, queridos palentinos, Me dirijo a vosotros plenamente consciente del inmenso honor que, para cualquier ciudadano, supone representar el papel que hoy me habéis asignado. Este encargo, que me emociona profundamente, trae también consigo la carga de la responsabilidad de quien se sabe indigno de tan altísimo reconocimiento. Sé, y lo digo con toda la humildad, pero, igualmente, desde la más absoluta convicción, que nada de cuanto haya podido aportar a esta ciudad y a quienes la habitáis justifica el regalo que hoy recibo con tanto cariño. Por eso, por ese saldo desproporcionado entre lo que os doy y lo que me dais, gracias de corazón. No es sencillo trasladar al papel, y, en este momento, a este teatro querido y abarrotado, el torrente de sentimientos que a uno se le acumulan al emprender una tarea como ésta. A pesar de estar acostumbrado, por mi trabajo, a sentarme cada mañana, delante de un papel en blanco, a construir con palabras la defensa de una determinada posición, me encuentro con un muro cuando lo que debo abordar es un ejercicio sencillo de agradecimiento, más sentido y más bonito, desde luego, pero también más complejo por la dimensión emocional que lleva implícita. Y ante esta dificultad, desde la primera mañana que me senté, con vértigo, frente a una hoja vacía y con tanto por escribir, me sirvieron de ayuda dos imágenes sencillas, que me han acompañado a lo largo de todo este proceso y que, al menos a mí, me facilitaron poner en orden lo que hoy quiero transmitir.

La primera se la tomo prestada a Juan Mayorga, dramaturgo reconocido y Académico de número de la Real Academia Española, que, en octubre de 2022, recibió el Premio Princesa de Asturias de las Letras. Para cualquier ovetense, especialmente para quienes somos “carbayones” ejercientes y vivimos fuera de casa, “los Premios” generan una especie de deber inexcusable, que nos impone sentarnos un viernes cualquiera del mes de octubre a seguir por televisión cómo, de pronto y por un día, nuestra ciudad, de gala rigurosa, se convierte en la capital cultural del mundo. Por eso, desde aquí, desde esta otra casa que es Palencia, escuché a Mayorga pronunciar un discurso emocionado sobre el valor de las palabras, sobre su capacidad infinita para construir o destruir, para odiar o para querer, sobre el matiz tan hondo que se esconde detrás de cada coma o de cada signo de puntuación. Y, por lo mismo, cada día que me he sentado a escribir con esta lección en la cabeza, corrigiendo y tratando de ser cuidadoso – en la medida limitada de mis posibilidades- con cada uno de los términos que reflejaba en el papel, ha ido resonando en mí una de las frases que pronunció aquel día y que comparto con vosotros: “He escrito siempre, en todo caso, para personas de las que espero mucho: espectadores que me acompañen con su pensamiento, con su memoria, con su imaginación. Ustedes, espectadores, están siempre a mi lado, desde la primera palabra que pongo en la hoja blanca, aun desde antes de la primera palabra”.

No es mi intención sonar pretencioso, ni, por supuesto, hacerme pasar por escritor, sino, sencillamente, ubicarme con humildad en la posición de quien, por una tarde, tiene espectadores. Vosotros, los palentinos, hoy mis espectadores circunstanciales, sois la razón por la que escribo cada una de las palabras que ahora os dedico. Es el respeto que os tengo lo que me mueve a elegir con precisión la palabra que creo más correcta, de entre todas la que nos ofrece el castellano, para trasladar mi agradecimiento con nitidez. Y es la extrema delicadeza con la que siempre me habéis tratado la que hoy os quiero devolver. Por eso, me habéis acompañado en este proceso, que empezó, como dice el autor, mucho antes de la primera palabra que puse en la hoja blanca. La segunda de las imágenes a las que antes me he referido como pilares sobre los que construir este pregón nace en mi propia tradición familiar. Mi bisabuelo escribía libros, libros de un clarísimo carácter popular, y, desde hace un tiempo, he tratado de acercarme poco a poco a ellos. Uno de estos libros se llama “Faladuríes”, título en asturiano, y está dedicado a recopilar la gran mayoría de intervenciones públicas que, en distintos foros, mi bisabuelo tuvo a lo largo de los años, todas con esa misma connotación popular que afectaba a todo lo que escribía. Él, rebajando la altura de sus discursos, los llamaba, sencillamente, sus “charlinas”, y las iba agrupando por categorías en función de la temática o la época de su vida a las que se refería en cada una. Una de estas categorías de “charlinas” recogía todos los discursos en los que, de una u otra forma, contaba su niñez en su ciudad, Oviedo, en la que, sin embargo, no había llegado a nacer. Se llamaba “Recuerdos de la infancia de un “carbayón” que no nació en Oviedo”. Pues bien, he empezado estas palabras reconociéndome indigno del lugar que ocupo hoy, pero también consciente de que, una vez recogido este honor, es mi deber intentar transmitir un mensaje a todos los que hoy me escucháis.

Por eso, creo que para este cometido me es especialmente útil esta idea que le leí a mi bisabuelo, porque, efectivamente, en mis años en esta ciudad que tanto quiero, he tratado de integrarme hasta confundirme con uno de vosotros. Es evidente que esta condición me priva de haber disfrutado muchas de las cosas que sí habréis vivido la mayoría de quienes hoy ocupáis este teatro: mis recuerdos de infancia no están en Palencia, nunca visité aquí a mis abuelos, ni fui al colegio, ni conocí en la ciudad mis primeros amigos o mis primeros amores. Sin embargo, creo que mi perspectiva de esta ciudad y de su gente es tan distinta a la de la mayoría que, al menos, me debe servir para construir un discurso diferente; ojalá, además de diferente, tenga algo de enriquecedor. No nací aquí, no crecí aquí, no visité la ciudad antes de vivir en ella; el día que llegué, mi imagen de estas calles se limitaba a de los palentinos recios que, en pleno invierno y antes de salir el sol, tomaban café caliente en una terraza al pie de las vías del tren, justo antes de que el mío, después de una parada breve, siguiera su camino entre Madrid y Asturias. No conocía nada, ni a nadie, de todo lo que después he sabido querer como mío. Por eso, mi mensaje tiene que ser el de ese palentino -con vuestro permiso- que no nació en Palencia. Para articular este mensaje, he creído fundamental comprender qué es exactamente un pregón, y qué es lo que se espera de mí como pregonero; entenderán que es un cometido que no me resultaba tan familiar antes de recibir este encargo.

La Real Academia, a la que me gusta acudir, precisamente, para poner en práctica ese cuidado del lenguaje que tanto significa, ofrece su acepción más común y la que, probablemente, mejor se acomoda a un acto como el de hoy, al definirlo como un “discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella”. No obstante, la consulta arroja otras dos acepciones: una, que define un pregón como la “promulgación o publicación que en voz alta se hace en los sitios públicos de algo que conviene que todos sepan” y la otra, sencillamente, como una “alabanza hecha en público de algo o alguien”. Todas estas, en todo caso, me sirven para el propósito que persigo hoy, y todas presentan los que, para mí, son sus dos denominadores comunes: el pregón ha de ser, necesariamente, de naturaleza elogiosa; y, además, el pregón ha de consistir en una exposición pública de las alabanzas sobre algo o alguien que, como dice la Academia, conviene que todos sepan. Como he dicho que procuraré ser riguroso con los términos, y escogeré con precisión cada palabra que utilice esta tarde, no me queda otra salida que ceñirme a ese concepto tan bonito de pregón; y lo es porque estoy convencido de que la palabra amable no se puede ahorrar jamás, y se debe pronunciar siempre alta y claramente, para que pueda llegar a todo aquél que quiera escucharla. Así que mi intervención no sólo debe servir para anunciar el comienzo de las fiestas de San Antolín, y mucho menos, por innecesario, para incitaros a participar en ellas, sino que es mi obligación, una vez en este estrado, exponer públicamente ante vosotros, espectadores, de forma solemne y elogiosa, todo aquello que, como palentino nacido fuera de aquí, he ido descubriendo de la ciudad que me acogió y me ha hecho sentir parte de ella.

Pocos vínculos tan profundos existen como aquél que une a cualquiera con el pueblo, la ciudad o la tierra en que nació. Es un nexo irracional, que no se sujeta a las reglas de la lógica, y que procura una suerte de relación perpetua de amor incondicional; nadie se separa nunca de su tierra, que nos acompaña en cualquiera de los rincones en que nos haya tocado vivir. Es distinta, sin embargo, la forma en que se empieza a querer ese lugar en que de pronto te ubica la vida, pero tiene, o al menos así lo he experimentado yo, un componente radicalmente opuesto que lo hace especialmente bonito. Uno no quiere porque sí, por la circunstancia tan aleatoria de haber nacido, sino que tiene que encontrar o, más bien, se le tienen que ofrecer motivos para querer. Es un querer, por tanto, fruto de un proceso, no diré racional, pero sí maduro y consciente, que, partiendo de la más absoluta nada, termina desembocando en un vínculo decidido con la tierra, no que a uno le vio nacer y crecer, sino que, de forma desprendida, decidió acoger a quien no estaba previsto que fuera de los suyos. Por eso, precisamente, mi pregón encaja, como la última pieza del rompecabezas, en lo que la RAE entiende por ello; no, evidentemente, por su calidad ni por su altura, pero sí por lo que pretende ser: la alabanza en público, ante ustedes, de algo y de alguien. Ese algo es Palencia, la ciudad y su entorno, entendida en su dimensión más física o material; y ese alguien, sobra decirlo, son sus palentinos, motivo indiscutible de mi vínculo definitivo con este lugar. Para hablar, no simplemente de Palencia, sino de lo que, para mi vida y mi forma de entenderla, ha significado, encontré un rayo de luz en el libro “Barcos en la llanura”, de Asier Aparicio, hijo de esta ciudad y emblema entre los autores palentinos de esta generación, cuya lectura recomiendo a todos los que no la hayan abordado aún. Cuando hoy miro atrás, comprendo que Palencia en particular y Castilla en general se aprende.

Se aprende porque un asturiano se acostumbra, desde niño, a convivir con tres colores: el verde de la tierra, el azul del mar y el gris constante de su cielo encapotado. Sin embargo, cuando ese mismo asturiano aterriza aquí por primera vez, se sorprende al ver el azul, no en el mar sino constantemente en el cielo, que muestra una cara mucho más amable que la del Cantábrico, y ese amarillo intenso que en los Campos de Castilla predomina frente al verde. Y uno aprende, precisamente, dos cosas: por un lado, no a acostumbrarse, que implicaría sencilla resignación, sino a encontrar la belleza en lo que ve, que pasa, al menos para mí, por conseguir sentir como propio eso que uno al principio mira como un extraño; y descubre también que, mucho más allá de esa primera impresión, Palencia es bastante más que dos colores; aprecia, con el tiempo, que ese mismo verde aparece imponente en la Montaña, que permite tocar con los dedos, casi confundiéndose con ella, la vertiente asturiana de los Picos de Europa. También reaparece el gris que uno, a veces, hasta echa de menos, en las mañanas en que la niebla se instala cómodamente y se resiste a marcharse, sumiendo la ciudad en una especie de melancolía constante. Y decía que en todos estos descubrimientos me ofreció luz la obra de Asier Aparicio porque me fue útil como metáfora perfecta para explicar- o al menos para explicarme- lo que ha significado Palencia para mí. El libro recoge un manuscrito redactado en el siglo XVIII, que narra la historia un español de ultramar que, por circunstancias de la vida, termina participando en la construcción del Canal de Castilla.

Pero, detrás de su historia personal, aparece un mensaje mucho más profundo que el autor resume bien en su propio título, al pretender explicar “cómo los barcos llegaron a navegar por la llanura”. Para mí tiene un trasfondo especial, porque plantea un debate interesante sobre cuál de las dimensiones del canal habría de priorizarse al abordar su construcción: bien la estrictamente instrumental, de modo que pudiera servir para surtir del agua tan necesaria para las tierras más secas de Castilla, o bien la comunicativa, abriendo una vía de paso para que, en contra de toda lógica, los barcos pudieran navegar entre la Meseta y la Cornisa Cantábrica. Aunque no dudo del valor incalculable del Canal como fuente de riego, esta concepción como vía de paso hacia el Cantábrico me resulta especialmente bonita, porque, en cierto modo, o al menos así lo entiendo yo, probablemente por el lugar de donde vengo, es un reflejo de que formamos parte de algo común, convicción que he podido reforzar después de conocer Palencia Pero decía que Palencia se aprende, y se hace lentamente, como quien pretendía navegar por el Canal cubriendo el espacio que separa su principio y su final. Un aprendizaje que no se agota en su entorno, sino que se instala más intensamente en las calles de esta ciudad que he llegado a sentir tan mía. Para mí, es muy gráfico mirar hacia atrás y observar cómo las calles también se ven distintas cuando los años convierten la extrañeza inicial en cariño profundo. Detrás de cada una de ellas se esconden ahora rutinas y recuerdos que generan, al fin y al cabo, un vínculo directo con lo material.

Pasear por Palencia supone entender la idiosincrasia de la ciudad y las costumbres de su gente, admirar su arquitectura y descubrir rincones que, después, se enseñan con orgullo a quien viene a visitarla. Porque conocer la ciudad es, por encima de todo, hacerla propia. Pero además de ese algo que elogiar, es indiscutible que son los palentinos, esos “alguien”, quienes, tal como decía al comenzar estas palabras, merecen mi mayor reconocimiento en este pequeño homenaje que os rindo desde aquí. Al poco de conocer mi nombramiento como pregonero, un amigo me recomendó evitar la referencia a esa suerte al lugar común que es el “palentinismo”, por ser un concepto manido y, a veces, incierto, que acaba por incluir a todos los palentinos en el mismo saco. Y este amigo, también compañero admirado de profesión, tiene, en parte, razón. Conviene no olvidar que el tópico no es más que una cualidad genérica que se presume por pura pertenencia a un grupo, y que, a veces, incluso planteado en positivo, tiene el riesgo de terminar por encasillar a quienes forman parte de él. Sin embargo, justo por lo importante que resulta que aquello que se anuncia un pregón sea algo que conviene que todos sepan, no puedo desperdiciar, en este momento, la oportunidad de oro que se me brinda para agradecer, con la publicidad que me otorga este teatro, esa forma de ser tan vuestra que tan fácil ha hecho mi vida aquí. Al aterrizar en Palencia y empezar a trabajar, uno corre el riesgo de llegar a pensar que es alguien especial, que sabe más que nadie y que ha hecho algo en la vida que le hace mejor que los demás.

Ocurre, sin embargo, que basta con empezar a desenvolverse mínimamente con la gente de la ciudad, compañeros, o no, de profesión, para convencerse, muy rápidamente, de dos cosas importantes: desde luego, que, si ahora sé poco de lo mío, entonces no era absolutamente nada; y, lo que me parece más relevante, que los palentinos, los buenos, los mejores en lo suyo, sea, o no, en el mundo del Derecho, presentan como credencial común una humildad fuera de lo habitual, de la que se aprende mucho más que de cualquier lección jurídica. Convivir, cada día, con quienes no necesitan dar publicidad a sus talentos produce un efecto muy parecido a lo que, a través de unos versos sencillos, recordaba el poeta Luis de Tapia sobre el “Cañu del Fontán”, donde frecuentemente se llevaba a beber a quienes, en Oviedo, actuaban en sus vidas con exceso de soberbia; decía así: “Hubo en Oviedo (y mi abuelo lo contaba con afán) una fuente a ras del suelo que era el “Cañu del Fontán”. Caño de tan bajo trazo hacía al más alto ser doblar el recio espinazo para inclinarse a beber… Y tan humilde ejercicio iba quitando, en verdad, a muchas gentes, el vicio de su altiva vanidad. En Oviedo, cuando alguno por su abolengo o su prez presumía, inoportuno, de mal fundada altivez, la turba de gesta nueva decía del tal truhán ¡Hay que llevalu, a que beba, en el Cañu del Fontán! Palencia, o más bien sus palentinos, son esa especie de Cañu del Fontán que enseña a conducirse, sea en el ejercicio de la profesión o en la actividad más insignificante, con esa discreción castellana tan marca de la casa. Y lo bonito es que lo hacen, no con la hostilidad de quien rechaza de plano todo lo que no se acomoda a un guion preestablecido, sino del único modo en que aquello que se enseña es capaz de dejar una impronta permanente en quien recibe la lección: con el ejemplo.

Por eso, creo, y esta vez generalizo, aun llevando, por una vez, la contraria a mi amigo, que sí forma parte del sello de Palencia esta humildad que engrandece a todo aquél que la practica. Humildad, en realidad, que forma parte de algo mucho más sencillo, y al tiempo verdaderamente complejo, que se traduce en contemplar la vida desde la normalidad. Porque los palentinos que yo conozco, y a los que quiero, son, por encima de todo, gente normal, lo que, lejos de significar indiferencia o tibieza, es, para mí, el elogio más sentido que hoy os pueda dedicar. Una normalidad que representa, en definitiva, desempeñarse en lo cotidiano sin estridencias, facilitar la vida a aquellos con quienes se comparte, aunque sea en mínimos espacios de convivencia y, en definitiva, ejercer todos estos papeles sin la pretensión de estar abordando una tarea extraordinaria, aun cuando, muy a menudo, sí lo sea. En esta dimensión de lo común, el palentino rompe, cada día, con un tópico injustamente extendido que, en modo alguno, hace justicia a su carácter. Nadie puede decir, o, al menos, no puede hacerlo siendo fiel a la verdad, que el carácter del palentino es cerrado. No he encontrado nunca, en ningún otro lugar, una forma de acoger como la vuestra. Es, justamente, esa normalidad, la que os lleva a recibir sin cuestionar, sin reservas, sin concebir que en ese gesto tan ordinario provocáis en quien llega a la ciudad un efecto inusual: sentirse en casa. Y es especial porque, a la vez que no hay complejidad en vuestra forma de acoger, sí la hay en cómo escucháis. No se limita el palentino – y podría, muy legítimamente, hacerlo - a aceptar que quien llega de fuera pase a formar parte de su propio entorno, sino que en un paso más, ya en el colmo de la generosidad, muestra un interés inusual por el entorno del que llega.

El palentino ofrece su amistad con la misma naturalidad de la que hablaba Antonio Liñán y Verdugo en sus “Avisos y guía de forasteros que vienen a la Corte”; en su Aviso segundo - “Á donde se enseña y divierte al forastero lo mucho que ha de mirar qué amigos elige, y el grande peligro que hay en esto”-, se advierte al forastero: “Una de las cosas (prosiguió el Maestro) de más consideración y en que primero ha de poner los ojos, después de haberse hospedado el forastero, es en mirar á quién admite a su amistad y con quién comienza á comunicar familiarmente, porque esta acción muchas veces la hacemos y obramos casi sin deliberación determinada; porque es propio del linaje humano, y de la inclinación de los mismos hombres, según la doctrina de Séneca en la Epístola cuarenta y ocho, desearse allegar y conciliar unos hombres á otros por familiaridad y amistad […]”. Sin vueltas, sin pensar en ese – para mí- falso peligro de que advierte el Maestro, me recibió la gente de Palencia. Permitiendo, sencillamente, que esa tendencia humana a la familiaridad y la amistad siga su propio recorrido, los vínculos que nacen son profundos y para siempre. Estas amistades, ya consolidadas, se adornan siempre de una lealtad incondicional que convierte en especialmente entrañable esa forma sobria y contenida en que, a veces, los palentinos expresan sus sentimientos.

La normalidad, en fin, que se advierte en todas las esferas de vuestra vida, os convierte en gente extraordinaria. No obstante, habréis advertido que, hasta el momento, he intervenido siempre en segunda persona, y he tratado de compartir con vosotros lo que, desde un punto de vista objetivo, con la mirada de quien lo ve todo desde fuera, va descubriendo de un lugar que no conoce. Sin embargo, este ejercicio ya no tiene sentido; no porque todo lo que haya dicho aquí no sea cierto, porque probablemente no habré sido suficientemente generoso en este rápido recorrido por vuestras virtudes. Es inútil, en todo caso, por dos motivos: fundamentalmente, porque me siento ya incapaz de dirigirme a Palencia y su gente como si fuera un extraño que se limita a describir lo que ve. Como he dicho antes, y siempre con vuestro permiso, he tenido la inmensa fortuna de avanzar en ese proceso que desemboca en la condición de palentino. Desde ahora, por tanto, hablaré ya como uno de los vuestros, porque así, gracias a vuestro cariño, es como me siento. Pero la segunda de las razones, de mayor peso si cabe, es que, y espero que se me entienda, la objetividad, hasta cierto punto, me resulta indiferente. Como he dicho, las razones objetivas para a cualquiera le guste Palencia son muchas y me quedo manifiestamente corto cuando trato de exponerlas desde este estrado. Sin embargo, tengo claro que ninguna de ellas es la que nos hacer querer Palencia. La queremos, sencillamente, porque es lo nuestro, porque el rigor se ha de reservar para la ciencia, pero no para las cosas del querer.

Siempre he escuchado burlas en mi casa porque mis hermanos me acusan de describir a mis amigos como si cada uno de ellos fuera el mayor virtuoso en cada una de las facetas de la vida. Y la realidad es que lo voy a seguir haciendo siempre. Reivindico la subjetividad sin complejos para defender lo propio. No me preocupa lo más mínimo que existan otras ciudades más grandes que Palencia, más populosas, más famosas, con mejor prensa. No me importa, porque, cada vez que alguien me pregunte por esta ciudad, la defenderé, con brillo en los ojos, como la mía y, por lo tanto, como la mejor. Y entiendo que a veces pueda no comprenderse del todo, pero esta convicción, que he tenido durante toda mi vida, no ha hecho sino reforzarse después de mi vínculo con esta ciudad, porque lo he descubierto en lo más grande pero también en lo más mundano, precisamente donde se forjan los lazos más profundos. Soy consciente, por ejemplo, de que La Traserilla, probablemente, no será nunca el restaurante del mundo con más Estrellas Michelín, pero han sido sus mesas y sus fogones, y especialmente su familia, los que me han procurado un hogar alrededor del cual construir amistades.

También albergo dudas sobre si el equipo de fútbol de la ciudad, el Palencia Cristo Atlético, ganará alguna vez la Copa de Europa y, sin embargo, no cambiaría el Bernabéu por compartir con amigos un partido en La Balastera. Y sé que Isla dos Aguas no es Wimbledon, pero dudo que allí pudiera disfrutar tanto del tenis como aquí. Es lo nuestro, y es nuestra obligación, en la misma medida en que disfrutamos del privilegio de tenerlo, defenderlo con pasión. No es, por tanto, un ejercicio de exageración de las virtudes, sino una alabanza que, en realidad, ni siquiera las necesita. Basta con identificar el sentimiento de pertenencia que nos distingue, que no nos exige, siquiera, compararnos ni buscar argumentos racionales que nos ubiquen como líderes de una clasificación ficticia. Amamos Palencia porque, para cada uno de nosotros, seguramente de distinto modo y con distinto origen, forma parte de nuestras trayectorias. Sus calles, sus lugares, sus paisajes, sus días y sus noches han servido para escribir cada una de nuestras historias personales. Es exactamente por eso, porque lo llevamos dentro, por lo que me resulta casi pretencioso el rigor exagerado. No lo necesito. Desde que era un niño, he escuchado en mi casa hablar de arraigo, que – me vais a perdonar la insistencia- la Academia define como “establecerse de manera permanente en un lugar, vinculándose a personas y cosas”. Un concepto precioso que se despliega en toda su dimensión cuando uno tiene que abandonar su casa. Al no estar físicamente, sólo queda el arraigo, pero qué imprescindible resulta para sobrevivir. Mi gran premio, la recompensa de todos estos años, es sentir que esas raíces se han ido desarrollando en toda su intensidad en esta tierra de acogida.

El arraigo ofrece, cerca y, especialmente, en la distancia, el calor del hogar y la conciencia de que hay un sitio al que volver y en el que a uno a le esperan. Vosotros, palentinos, con vuestro cariño generoso y exagerado, habéis conseguido que al mirar Palencia vea un punto de referencia y que, cada vez que regreso, sienta que lo hago a mi casa. Al aprobar mi oposición y tener que elegir un primer destino, tuve la oportunidad de optar entre Palencia y otra ciudad, mucho más lejos de casa. Después de darle vueltas, terminé, es evidente, aquí. Yo hablaba por teléfono todos los días con mi abuela, con quien me unía una relación muy especial. Ella, mujer de norte, me repetía cada noche, sin excepción, dos reflexiones: lo contentísima que estaba de que hubiera elegido Palencia y lo contentísima que estaba de que no hubiera optado por acabar en ese otro lugar, que para ella tenía un punto extraño y prácticamente exótico. Mi abuela, por fin, visitó Palencia – última ciudad que conoció, de hecho-. Desde entonces, a la alegría de que hubiera escogido esta ciudad, añadía la emoción de haberlo conocido por sí misma: esa ciudad tan agradable, decía con instinto protector, donde la gente te trata tan bien y tanto te cuida. Habéis conseguido, por tanto, que ese arraigo se establezca, incluso, entre mi gente, que mis amigos, que mi familia sientan Palencia como algo suyo, mucho más allá de virtudes y defectos, con independencia de razones objetivas.

Termino reivindicando, de nuevo, la defensa apasionada de lo nuestro. Seamos valientes para proclamar, dentro y fuera, que el amor por Palencia está, incluso, por encima de los justos motivos que existen para hacerlo. Yo me comprometo a defender esta tierra, allí donde en cada momento me toque vivir, con la misma pasión irracional con que lo he hecho siempre con lo mío, con orgullo profundo de pertenencia y agradecimiento intenso por tanto recibido. Porque Palencia, sus palentinos, han reforzado en mí convicción de que la vida es ese tramo que se ha de recorrer atendiendo con gallardía la defensa de todo aquello que merece la pena defender: el pueblo donde se nace, la tierra que nos rodea, los amigos con que se convive, la templanza en los gestos y en las palabras, y el esfuerzo personal capaz de confirmar que el amor, heredado por todas estas cosas, es un amor para dejarlo en herencia.