La meseta
La firma de María González
La firma de María González, La meseta
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Aranda de Duero
No sé qué traen consigo todas las primaveras, tanto las adelantadas que se exponen en los carteles de “ya es primavera” de El Corte Inglés, como las que se esconden tras borrascas enfurecidas haciéndose de rogar sobre los calendarios. Todas se enuncian con un característico perfume que invita a la felicidad, nos expulsan a invadir las terrazas y ser integrantes de una larga lista de planes en el exterior, dejando atrás la hibernación a la que el invierno nos tenía sujetos.
Aunque dependiendo de los puntos del globo no se corresponde la misma estación, en el planeta entero esta despierta las mismas sensaciones. Esta vez la estoy viviendo en un país distinto, donde a la semana santa le llaman pascua y el Sol se marcha una hora antes, entre otras muchas diferencias. Sorprende, hablando de primaveras, como las procesiones solo existan a nuestra manera a nivel nacional, las torrijas no se exporten a nuevos mercados y la receta de la limonada sea tan autóctona que no se sirva en otras regiones más allá de la meseta. Al llegar a Italia como un mecanismo natural de la mente me surgió trazar estas diferencias.
A pesar de que no nos demos cuenta, un pedacito de donde venimos habita dentro de los cuerpos como una marca de identidad oculta y permanente que se muestra en los acentos, expresiones y personalidad. Constituye lo que somos. Lejos de casa uno, con la distancia que supone tomar al marcharse del punto de partida, observa desde otra perspectiva su lugar de procedencia.
Seguramente hasta este punto del texto haya cometido algún que otro leísmo, ya he mencionado el término “meseta” y me he imaginado Castilla en primavera varias veces al escribirlo, ya que es cuando más bonita está.
Resulta extraño echar de menos con esta fuerza algo a lo que se va a regresar, no obstante, no es solo un cacho de mapa, sus urbes y costumbres, son las personas que lo habitan.
En ocasiones cuando recorro esta nueva ciudad encuentro a los míos en acciones cotidianas de otros, en sus rutinas y formas de tratarse. Recuerdo a mis abuelos aprovechando los paseos las tardes en las que el buen tiempo acompaña en las cachavas de los señores mayores de la toscana, que descansan sobre los bancos coloreándose bajo el Sol. A mis amigos entre las mesas de los bares que ahora comparto con nuevas personas que sin quererlo me llevan a ellos. A mi hermana en la simplicidad que comparten los adolescentes al ir al instituto que hay cerca de donde vivo, (porque aún es muy pronto para llamarlo casa). Me vuelve a la mente mi madre cuando alguna señora lleva de la mano a un niño. Mi pareja cuando dos extraños se besan y podríamos ser los que visten esas sombras. O mi tierra cuando un local sabe dónde está ubicado Burgos y lo celebro afilando mi sonrisa.
Sin ningún sentido, todo se me direcciona hacia la meseta en lugar de llevar a Roma, guiado por una brújula que perdió su norte a favor de lo emocional.
Portamos con nosotros en nuestro interior, como un elemento más de la fisionomía humana, una señal de procedencia e identidad que se deja ver cuando nos alejamos de nuestro hogar, quizás para demostrarnos que no estamos solos allá donde vayamos.