Pereira

León

Que durante tres días cientos de fieles hayan celebrado en Lexington, Kentucky, las grandezas de Antonio Pereira no hace sino confirmar lo que ya sabíamos hace tiempo: el patrimonio principal con el que cuenta el reino legionario son sus letras y no es comprensible que, a estas alturas de la evidencia, los mandarines de turno no hayan creado una consejería o una concejalía del ramo.

Y les juro que no hay gramo de ironía en tal afirmación. Si fueran, si fuéramos, capaces de poner en valor la riqueza de nuestras letras y autores de los últimos 100 años, seríamos la Suiza de la literatura en castellano. Alrededor de ese vergel y de la enseñanza del español para extranjeros hay una enorme planicie sin explotar, con acuíferos imponentes , esperando a que alguna lumbrera ponga los pilares de una industria editorial, educativa, de congresos, turística, capaz de poner a todo un reino a trabajar. Aquí aún andamos buscando al zahorí que nos muestre ese océano y su riqueza inagotable.

Me relamo al pensar en la gozadera de esos 500 yanquis iluminados disfrutando como enanos de la poesía, de los cuentos, de la humanidad y del humor de Pereira, que es siempre un manantial infinito. Si encima, entre la embajada estaban Mestre y el Cuco , la celebración habrá alcanzado sin mucha dificultad la categoría de éxtasis.

No quiero ni imaginar las risas del maestro desde el más álla, al descubrir que una de las universidades que le honraban era la de Transylvania, con lo que él vampirizó todos los milagros que navegaban en la tradición oral para levantar ese monumento maravilloso de su palabra.