Madre no hay más que una y la mía fue la mejor

Palencia

Buenos días, hoy debería hablar de la nueva escalada del PP en la deslegitimación de un Gobierno elegido democráticamente por una mayoría absoluta en la sede de la soberanía popular; deslegitimación que se produce cada vez que la derecha no gobierna y que, ahora, extienden al propio Congreso o hasta el Tribunal Constitucional. Podría hablar de cómo medios serios de comunicación se conforman con ser altavoces de digitales fabricantes de basura, mentiras y bulos, todo procesado con el dinero público y privado de Comunidades Autónomas y grandes empresarios de este país. O de la manifestación del Primero de Mayo donde nos juntamos un millar de puretas, avanzando por la Calle Mayor al son de una batucada sin ninguna consigna reivindicativa ni unos mínimos silbidos ante la sede del PP; hasta la pareja de nacionales custodios estaba perpleja ante la falta de interés.

Pero el domingo es el Día de la Madre y, ya saben que madre no hay más que una y la de cada uno es la mejor. Al menos para mí, mi madre fue la mejor. Se llamaba Luz, por la Virgen de la Luz, patrona de Liébana, y nos dejó cuando mis hermanas tenían 18,17 y 14 años y yo doce. Demasiado pronto para ella, con apenas 46 años, demasiado pronto para el padre y poquísimo tiempo de disfrutarla para todos.

La mayoría de mis recuerdos son en Piedrasluengas. De cuando el padre entre septiembre y navidad se iba a los pinos, a ganar unas perras necesarias, entonces no había ayudas de la PAC ni seguros agrarios ni gasoil subvencionados y las vacas, las pocas ovejas y las yeguas daban justo para una familia numerosa. Las hermanas ya iban al colegio internas y, ella y yo, nos quedábamos solos al cuidado de la casa y la ganadería. Bueno, yo con menos de 6 años, de acompañante y poco más.

Hoy confieso el miedo que pasaba por la noche cuando alguien llamaba a la puerta de casa y estábamos solos.

Recuerdo cuando en Casa Lobarcio en Cervera me compró el primer yogurt, con sabor a limón, y me lo comí allí mismo, de cómo siempre le quedaba alguna perrilla para comprar plátanos o la vez que subió unas lonchas de jamón de york, ¡madre mía!, pienso hoy, con el jamón y la cecina de vaca que teníamos en la cocina. A Poli, el vendedor ambulante de San Salvador, la compra siempre se la remataba con algún chupa chups o chicles bazoka. Sus sencillas comidas, los filetes de jamón, primero desalado en leche durante toda la noche y después rebozado, no los he vuelto a comer; o la tortilla de manzana, especialidad de la familia, que sigo haciendo. Cómo no su zapatilla, siempre amenazante pero nunca descalzada, todo acababa, carreras por medio, en una sonrisa.

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Si una tormenta de verano debajo de la Peña Vizmo no hubiera enviado un rayo a la Guinda, nuestra tudanca de 20 años, que también le afectó a ella, hoy, yo sería un reivindicativo ganadero de extensivo vecino de Piedrasluengas que, eso sí, de vez en cuando, llamaría a la SER para protestar por el abandono de La Pernía. Aquel día la vida nos volteó y nos remató un 5 de noviembre de 1977 cuando la madre nos dejó. El padre, las mayores y luego los pequeños trabajamos los veranos, defendimos nuestras becas, salimos adelante, estudiamos y, hasta hoy, que seguimos siendo cuatro hermanos pro indiviso, siempre prestos a ayudar al que lo necesita y cerrando nuestro caparazón ante cualquier agresión externa. Tuvimos en los padres inmejorables ejemplos, no nos dieron caprichos, pero tampoco dejaron que pasáramos necesidad.

Desde hace treinta años comparto la vida con Blanca, otra gran madre, la de mi hija, para ella también es la mejor. El domingo disfruten de su madre y, si ya no está, recuerden las cosas bonitas que vivieron con ella.