Darle la vuelta a la tortilla
La columna de Rafa Gallego: Darle la vuelta a la tortilla (13/09/2024)
León
Hablaba ayer con una enfermera sobre el código deontológico de la enfermería y me subrayaba dos principios básicos: el de beneficencia y el de no maleficencia. Dos principios, decía ella, que siempre la han dirigido en su labor profesional. La conversación empezó porque yo la había oído hablar con otra compañera sobre una discusión que había mantenido con otra persona que también trabaja en el mismo hospital. Vamos, por aclarar las cosas, la enfermera parecía que estaba explicando que había desobedecido una orden o una indicación de alguien de rango superior porque lo que le pedían que hiciera iba contra el código moral de la enfermería.
Ya me vas conociendo un poco después de tantos años: no me pude contener. Sin entrometerme en el asunto concreto, sí que le dije que me parecía muy interesante lo que estaba contando y ella me explicó rápidamente eso que te he dicho, que esos dos principios son sagrados y que hasta que ella no estuviese segura de que el enfermo en cuestión se encontraba en una situación adecuada, iba a seguir prestándole atención, porque el principio de beneficencia está por encima de cualquier otra consideración. Seguimos hablando un par de minutos y le dio tiempo a contarme los principios éticos fundamentales que ella piensa que deben dirigir todas nuestras acciones y me dijo que los había aprendido de su profesor de Filosofía. Valores que deben defenderse siempre. Hizo la siguiente enumeración: el amor; la tolerancia —que es amor, dijo—; la empatía —que también es amor, reconoció—; el respeto —que no deja de ser otra forma de amor, terminó afirmando—. Vamos que, tal y como ella entiende la vida, no vale la pena hacer nada si no se hace con amor.
Al salir del hospital me senté en una terraza para tomar un café y el camarero me puso también un pedacito de tortilla. Entiendo que lo hizo con amor, o por lo menos así lo recibí yo. La mañana era agradable a pesar del viento. La gente iba y venía a sus quehaceres mientras yo estaba detenido en mis pensamientos: la enfermedad, el bienestar, el cuidado, la atención. Entonces la vi revoloteando alrededor de la tortilla. La avispa se movía en círculos cada vez más estrechos y se alejaba un poco cuando alguien pasaba cerca de la mesa. En esos momentos aprovechaba yo para comer sin quitarle el ojo al insecto. Era un juego como del escondite inglés. Yo comía cuando se alejaba y así me la pude ir terminado. Le dejé unas migajas en el plato y lo puse lo más lejos que pude de mí. Enseguida apareció de nuevo y creo que algo debió de comerse, aunque se veía que no estaba nada cómoda. Pensé si dejarle un poco de comida a la avispa había sido un acto de amor o de soberbia. Pensé en eso, en las migajas que picoteamos como si fueran un manjar. Migajas emocionales la mayoría de las veces. Creo que debería haber pagado yo los cincuenta céntimos esos que le cobrará el ayuntamiento al dueño del bar por tener una terraza. Disfruté mucho el momento. Quizá debería hacer un pago progresivo. No sé. De golpe tanta felicidad puede que haga daño.