Opinión

Un paisaje envejecido

La Firma de Borja Barba

"Un paisaje envejecido", la Firma de Borja Barba

Palencia

Hay una potentísima escena en esa obra maestra de Akira Kurosawa que es ‘Vivir’, en la que su protagonista, el funcionario Kanji Watanabe, se mece suavemente en un columpio infantil bajo una oscura y pertinaz lluvia que lo deja empapado. Es una brillante alegoría de la muerte que espera de manera irremediable, y a la vuelta de la siguiente escena de la película, al terminal enfermo Watanabe. Su vida ante sus ojos en unos ligeros vaivenes del solitario columpio.

Ayer, primero de octubre, se celebró el Día Internacional de las Personas Mayores. O, como corresponde decir en estos tiempos de ofensa en liquidación, el Día Internacional de las Personas de Edad. Se me ocurren unas cuantas maneras mucho más poéticas y menos ridículas de nombrar a nuestros ancianos.

Últimamente, y de manera reiterada, me invade una pesada sensación de memento mori, de que la vida es fugaz, cada vez que paseo por nuestra geografía rural. Es la consecuencia de una población, la de nuestros pueblos, notablemente envejecida. Es una situación que vivo sin diferencias geográficas. En un pueblo cerrateño, en cualquier caserío terracampino o en un valle aislado en la Montaña.

De pronto, aparece sigilosa donde parecía que no había nadie. Me mira desconfiada y trato de tranquilizarla con un sonoro y aspaventoso ‘¡buenas tardes!’. Un saludo que, muy probablemente, hayan escuchado hasta en el pueblo vecino y haya ahuyentado a varios kilómetros al corzo más cercano, pero que, a su vez, permite a la anciana rebajar su nivel de alerta ante el desconocido.

Quiero retratarla, pero no deseo incomodarla. Intento robarle una foto, desde lejos. Disimulando. Haciendo como que fotografío unas flores. Porque no quiero perturbar esa paz tan solemne que irradia y no quiero colarme en una escena que, en realidad, no me pertenece aún.

Me despido con otro estruendoso aspaviento y la dejo acomodada sobre su tosco banco de madera de pino. Apoyada junto a la fachada de su casa. De la que siempre ha sido su casa. Observándome pacientemente. Recordando. A otros visitantes. O quizá a familiares que hace tiempo que ya no pasan a saludar. Aventando vivencias pasadas como quien abre la portezuela de la jaula que encierra a los pájaros de la experiencia. Fundiéndose delicada y silenciosamente con su entorno. Aguardando al invierno. Como Kanji Watanabe meciéndose en su columpio de Tokio.